Jaime Bedoya

La corrupción es peor que un delito. Según el maestro se trata de una patología mental, social, política y ética. Su trastorno consiste en la acción de dañar utilitariamente a alguien, perjuicio que adquiere formas conocidas: coima, cutra, engrase; nombres familiares de la recompensa envenenada prometida en el proverbial ¿cómo es la nuez? Enfermo el que la ofrece, enfermo el que la recibe.

Una vez más nos gobierna una estructura corrupta. Estas suelen estar relacionadas con una historia vincular inicial. Entiéndase mamá, papá, familia, amigos y mascotas. Hay una semilla de miseria espiritual sembrada en el corrupto. Lo cual debería prender las alarmas de un país que tiene a seis expresidentes procesados o investigados por corrupción. Seis, como saben los metaleros y católicos, son las cuerdas de la guitarra, y seis es el número de la Bestia.

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El triste récord confirma la obvia atracción natural que el primer cargo de la nación ejerce sobre el corrupto. El concepto de servicio público se trastoca por el de servirse a sí mismo, y a la familia, cómo olvidarla. Esa gravitación contaminada coincide con un raro talento del electorado para detectar al más incapacitado moralmente para el puesto. Lo olfateamos y lo elegimos. Convivir con la corrupción día a día hace que la inmundicia se vuelva costumbre.

El corrupto corrompe, niega y contra ataca, tautología que equivale a decir que el perro ladra, mueve la cola y muerde. El señor Castillo tiene un preocupante 20% que responde a su estratégica campaña de victimización. Esta navega truculenta bajo la bandera de lo identitario, que en un país fragmentado opera de camuflaje perfecto. Soy como tú, tampoco sé cómo se llamaba Basadre, ahora déjame robar. Como si la ignorancia fuera un atenuante.

El primer slogan de Alberto Fujimori era . Es decir, socialmente descastado, políticamente contra corriente, y verbalmente limitado. Lo mismo que ahora. Al cabo de las barbaridades perpetradas por algunos de estos expresidentes bajo la coartada de que la carencia es virtud, esa presunta identificación se ha convertido en insulto.

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Por eso lo relevante ya no es que hace el corrupto, sino que hace el resto, aquellos que no quieren serlo. Ahí es donde damos pena. La reacción ciudadana es una abstracción amorfa, dividida y narcisista que mayoritariamente se contenta con indignarse frente a una pantalla.

Por su parte, el congreso se ha esforzado por convencer al 25% que aún cree en Castillo que ellos, los fiscalizadores, son peores que el presidente. Evitaron su vacancia, apañaron a un colega violador, y en su habitual inutilidad promulgaron leyes como la que declaró de interés nacional al yonque. La historia hará justicia.

En este contexto, la presidencia del congreso en manos de María del Carmen Alva no pudo haber sido ser más coherente. Cada uno de sus exabruptos, ofensas y jalonazos han servido para hacer del sospechoso una víctima. Un perfecto ´nadie sabe para quien trabaja´.

Esta es la oposición que tenemos, y por eso este es el presidente que tenemos. Nos miente en la cara, pero hay que creerle porque la supuesta alternativa podría ser aún peor. Tal como parásito y anfitrión, conviven uno a expensas del otro. Lo que explica que lo más cercano que tengamos a un líder de la oposición sea un que vive en Miami. Esto no es ni sano ni sormal.



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