Si eres el árbol grande somos el hacha pequeña afilada para cortarte (bien afilada) lista para cortarte... Bob Marley
Desde hace un par de años me rondaba por la mente la idea de poder buscar fórmulas de relajación poco convencionales y que funcionen como descarga. Por ejemplo: cabinas antirruido en las calles para que el transeúnte pueda gritar a todo pulmón sin asustar a la sociedad; un espacio exclusivo para romper vajillas o cualquier otro objeto rompible; guerras de almohadas por distritos. Qué sé yo, cualquier actividad que nos permita transitar por la furia, la ira, la frustración del día a día.
En vez de mandar a tu jefe a la mismísima porra, vas a tirar hachas a un blanco. Por ejemplo.
En el 2019 tuve una boda transatlántica y llegué a Madrid, con pocos días para hacer turismo. Dentro de las actividades diferentes que la ciudad ofrecía encontré: lanzamientos de hachas. No sé si las películas de terror han hecho un trabajo subliminal conmigo, pero le tenía cierta fascinación a la herramienta, tan poderosa y tan primitiva.
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Nunca nos dio el tiempo para ir a lanzar hachas, así que se quedó como un deseo no cumplido. Este año, viajamos a Miami un par de semanas y me prometí volver a darle un intento. Busqué los mejores lugares para hacer la actividad. Para mi sorpresa, había más de la cuenta. Elegí el más cercano: tenía ganas de liberar todo mi estrés a hachazos.
Mi reservación incluía a mis hijos y esposo y mi entusiasmo no cabía dentro de mí. Cuando llegué al lugar saltando de la felicidad, acabaron con ella en segundos: el lugar no estaba abierto para el público porque había una reservación para un cumpleaños. A pesar de que yo ya había reservado y pagado, literalmente cancelaron mi reserva, sin avisarme.
Estuve furiosa un largo rato, frustrada. Hace alguna semanas estuve en Nueva York. Había cumplido cuarenta años, celebraba 13 años de matrimonio y nuestros amigos de la vida iban también. Todo se dio para ir (gracias, Javi; gracias, vida). Un día, mientras caminábamos sin rumbo por Brooklyn, encontramos un nuevo bar que en la puerta tenía una pizarra que decía: “Tenemos cerveza y hachas”. El destino.
No lo dudé ni un solo segundo. El corazón me latía de emoción. Finalmente, sin haberlo planeado, aparecía en mi ruta vacacional este maravilloso lugar.
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Además de mi esposo y yo, había una pareja de austriacos con ganas de probar el asunto a como diera lugar. Nuestros amigos decidieron solo mirar. El instructor, muy talentoso pero con un ego espantoso, era paciente y gracioso. El hacha se coge con nuestra mano no dominante primero, dejando el pulgar sobre el mango del hacha. El pulgar de la mano dominante va encima del otro pulgar y el resto de dedos entrelaza el mango.
Sobre el lanzamiento, uno debe poner el pie no dominante por delante del dominante, y balancearse con el cuerpo de adelante hacia atrás y de atrás hacia adelante, mientras flexionas ligeramente los codos para darle al blanco: el movimiento debe venir del pecho, no de la flexión de los codos, algo así como si estuvieses bailando festejo. Practiqué y practiqué el movimiento antes de soltar el hacha. Cuando el instructor pronunció “Go”, sentí que mi mente no le daba la orden a mis manos de que había una suerte de imposibilidad de dejarla ir. No podía soltarla, había reticencia, había vergüenza. Una locura.
Cuando finalmente pude soltar el hacha y soltar con ella todo lo que necesitaba liberar, sentí una efervescencia en mi cuerpo, la adrenalina en mi torrente sanguíneo, el corazón que latía sin parar. Me dio calor, euforia, éxtasis, mareo. Todo al mismo tiempo. Me quedé temblando un ratito. Nunca le di ni cerca al blanco y solo logré que un par de veces se quedara el hacha clavada sobre el objetivo, pero mi objetivo se había cumplido. //
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