Jaime Bedoya

Deje inmediatamente esa tajada de panetón y concéntrese en lo que está leyendo. Estamos en un momento preciso para tomar decisiones. Se trata de ese limbo neutro entre cambio de años que despierta las ganas de juerga, la nostalgia, y más ganas de juerga para sepultar el desborde emocional. Este paréntesis de relajo introspectivo confiere la licencia para crédulamente programarse metas de los próximos 365 días. Las famosas resoluciones de año nuevo. Parecen inmortales la primera semana de enero. Pero ingresan a cuidados intensivos en marzo.

Este es mi año, es el lema de una querida amiga que repite lo mismo cada enero desde hace aproximadamente dos décadas. Se trata de una persona feliz y realizada, pero mas en base a su resiliencia y capacidad de aguante antes que algunos de los anteriores años –efectivamente- haya sido suyo. La realidad usualmente se hace empinada y antipática especialmente para las mejores almas.

Es conocida la leyenda urbana respecto al estudio científico que se hizo sobre 1200 listas de resoluciones de año nuevo. La idea era monitorearlas desde enero e ir cotejando el cumplimiento de estas. A los dos meses de trabajo los investigadores abandonaron el seguimiento. No tuvieron tiempo de hacerlo por estar atareados en las ocupaciones diarias. La llamada vida real.

Las investigaciones en serio acerca de esta persistencia humana en las buenas intenciones han llegado a determinar un punto de inflexión al respecto. Es aquél signado por el llamado Síndrome de la Falsa Esperanza.

Este se manifiesta cuando las metas y resoluciones no se ajustan a posibilidades reales de ejecución. Los ejemplos universales más notables caen por su propio peso: ahorrar, bajar de peso, ejercitarse. Más que decisiones, milagros con truco, trampa y rebote.

Así las mas nobles de las intenciones colapsan a las pocas semanas de iniciarse esta transformación fallida. Lo hacen ya sea por ser demasiado genéricas (ser feliz. Paulo Coelho, que daño has hecho); improbables (bajar 5 kilos en cinco días) ; o fantasiosas (dejar de perder tiempo en internet). Del resto se encarga el dulce diletantismo tóxico de la procrastinación.

Pero con el tiempo la persistencia en el error se refresca. Las falsas expectativas se reinstalan a comienzos de cada año como si una nueva oportunidad de hacerlo cancelara automáticamente un historial de fracasos. Somos crédulos bípedos sin plumas

Paradójicamente las recomendaciones para evitar caer año tras año en este círculo vicioso tienen que ver con la naturaleza misma de esta espiral: Su irrealidad y su constancia. Dicen los especialistas en esa gasfitería espiritual llamada auto ayuda que el antídoto consiste en primero fijarse metas realistas. Por ejemplo, en vez de pensar en ser más empáticos con el prójimo a nivel mundial, proponerse no ser emocionalmente idiotas en televisión ante el dolor ajeno, especialmente cuando se es ministra de Justicia.

Segundo, entender que la repetición es el camino más seguro para la instalación de un hábito. Cuando a los hábitos se les suma el gusto se vuelven invencibles.

Esa repetición gustosa explica porque cada año una actividad compulsiva diluye anticipadamente las resoluciones: comer sin parar durante días. Luego consolida el fracaso de las mejores intenciones futuras un ente compacto e inapelable, un verdadero enemigo de la realización personal: el panetón.

El próximo año también será suyo.

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