He vuelto a Lima después de vivir una temporada fuera de la ciudad. Tengo una convicción en el corazón: no quiero vivir más en la capital. Quiero seguir abriendo los ojos y ver el cielo azul inmenso y caminar todas mis primeras horas de la mañana al lado del mar solo para después sumergirme en él y pedirle que se lleve todo lo malo.
Quiero seguir viendo los espectáculos de atardeceres y las noches estrelladas, andar sin zapatos y sin peso.
Hace muchos años atrás me di cuenta de que para ser feliz no se necesita de lo material. Mejor no acumular. Había dejado de invertir en mi casa propia con la extraña ilusión de que en algún momento migraría de aquí –ojalá pronto– y no me había dado cuenta de un detalle muy peculiar: en diez años viviendo donde vivo, mi casa era huérfana de verde.
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Siempre tenemos la costumbre de excusarnos de cualquier situación alegando que somos así por naturaleza: “Se me mueren hasta los cactus”. Alguna vez me escuché a mí misma decirlo, y con ese as bajo la manga desistía de comprarme plantas.
Pero en mi estadía en Máncora, mi vista de cuarto era la copa de un algarrobo frondoso que a cada momento del día recibía la visitas de decenas de pajaritos y su canto, su canto, eleva el alma. Todos los días, por más de un mes, lo observé cautelosamente: la luz del sol lo teñía y sus ramas hacían sombras sobre mi habitación. Qué importancia la de este árbol, pensaba.
Pero mi fijación fue más allá: directo al almendro que se robaba el show y que es el encargado de darles la bienvenida a los visitantes que llegan hasta ese lugar. Si algún día tengo un terrenito, el almendro va primero.
Al regresar a mi casa, después de mi autoexilio, lo primero que hice fue salir corriendo a los viveros más cercanos y llenar mi carro de plantas.
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Sin saber de cuidado alguno de tierra y abonos, o cuáles son para interiores o exteriores, me mandé, con presupuesto destinado encima, a señalar con mi dedo índice: esta de aquí, aquella de allá, esta belleza cómo se llama y esta cómo se cuida, etc.
Luego vine a mi casa y armé mi rompecabezas. El proceso fue bastante orgánico y empírico: solo cerré mis ojos y sentí dónde debería ir cada una de las nuevas plantas que había traído. Las colocaba, las observaba, las sentía, les daba mil vueltas en mi cabeza y en el espacio. Las coloqué con amor, les hablé también con amor, casi casi tuve el atrevimiento de ponerles nombres pero luego me di cuenta de que con mi memoria frágil sería inviable.
El resultado de este experimento ha hecho que mi casa se sienta hogar. No sé cómo describir este despertar floral pero coincidió con lo siguiente: una amiga muy especial me comentó que su prima hermana era médium y podía canalizar tus necesidades; te armaba personalmente un baño de florecimiento, así que agendé rápidamente una vez de vuelta en la capital.
Nuestro encuentro fue surrealista desde que entró a mi casa cargada con la variedad de flores, las más hermosas que jamás vi: fucsias, moradas, lilas, rosas, amarillas; era una explosión de color como ella misma. En un paquete venía el preparado para el baño con una serie de elementos que complementaban la experiencia multisensorial. Armó en mi tina una obra de arte donde me sumergí, en el baño de mi vida que jamás podré olvidar. Kilos de flores sobre mí, recibiendo mi energía y dejándome cargar a mí con la suya.
Vaya que florecí. //
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