"Esa aguja me convirtió en uno de los pocos miles de privilegiados con una vacunación afuera. No sentí culpa, pero tampoco alivio". (Foto: iStock)
"Esa aguja me convirtió en uno de los pocos miles de privilegiados con una vacunación afuera. No sentí culpa, pero tampoco alivio". (Foto: iStock)
/ Maksim-Manekin
Jaime Bedoya

Mi madre no salía de casa desde el entierro de mi padre, hace nueve años. Apenas había tenido desplazamientos mínimos, propios de ventilación antes que de vitalidad. La vejez y el olvido promueven quedarse quieto, esperando algo que no llega.

El día que le tocaba su vacuna la logística se convirtió en la protagonista del evento. La silla de ruedas, la doble mascarilla, plásticos cubriendo caras y la etílica esperanza purificadora del alcohol bañando todo. Lo demás era el miedo respirando en la nuca.

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En el camino a La Videna no reconocía las calles. El paisaje le era ajeno, aunque de una manera confusamente familiar. Había casas que ya no estaban, o grifos y edificios que parecían haber surgido del suelo. Identificó la avenida Javier Prado. Al llegar al cruce con la Arequipa dijo ahí está el Cine Orrantia, ¿qué están dando? Pues nada. O todo. Ahora es un templo donde se le habla a Dios.

Intentar vacunarla desde al auto fue un error. La cola de autos daba la vuelta a dos esquinas de La Videna, y al llegar al último lugar de la cola ya no aceptaban más gente. Faltaba poco para que cierren el vacunatorio. El sistema nervioso hizo lo suyo. Iba a perder su turno y seguro se había contagiado en esta salida sin propósito.

Sin embargo, la entrada peatonal de La Videna fue tranquila y amable. Voluntarios gentiles tenían a su cargo la orientación en medio de una organización ajena a lo que se entiende por peruana. Un inmenso y moderno coliseo deportivo albergaba centenas de ancianos poniéndose a salvo de la muerte sin estar plenamente al tanto de ello.

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En 10 minutos ella ya estaba vacunada. El alivio del temor acumulado era tangible, un peso registrable en balanza. Ella sonreía, pero por otros motivos. Decía que lindo está el Amauta.

Eso fue en abril, cuando había el doble de muertes y las elecciones no parecían terminales. En junio, después de la segunda vuelta y haciendo uso de un antiguo pasaje de cuando no costaban un riñón, viajé a vacunarme. Preparé repuestas para migraciones y acreditaciones de una longeva asma crónica, acopiando diagnósticos, recetas y portando el Ventolín como talismán. Nada de eso fue necesario. No preguntaron ni la hora. Fue un pinchazo banal y sin gloria.

Esa aguja me convirtió en uno de los pocos miles de privilegiados con una vacunación afuera. No sentí culpa, pero tampoco alivio. Solo extrañeza y tristeza simultáneas. En Estados Unidos ofrecen dinero, marihuana, donuts, y ni aún así quieren vacunarse. En Perú la muerte por Covid ya es un miembro maligno de la familia, y llegar a la vacuna es un vía crucis de maltrato e incertidumbre. Si es que se llega.

Por añadidura, a la distancia lo que está sucediendo después de las elecciones es un espectáculo lamentable que empeora aún más la maldición del virus. En ambas partes hay quienes consideran meritorio o necesario suprimir al que piensa distinto a uno. Es una miopía reduccionista que divide a buenos de malos según una variable dependiente del punto de vista. Un suicidio común de dos mitades que han olvidado que van a seguir viviendo juntas.

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La vacuna, lamentablemente, no tiene ningún efecto contra este espíritu autodestructivo. Proclamen a quien proclamen habrá que proteger la democracia de los riesgos que encierran ambas opciones. Ambas mediocres, ambas discutibles, ambas con riesgos. Su medianía nos ha partido en dos.

Igual, mientras corren los insultos y crece el encono, la vacuna sigue siendo lo más importante. Vienen años absolutamente inciertos y sin salud no hay como enfrentarlos. Que la pequeñez y el odio no nos distraiga de eso.

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