"De joven fingió ser periodista al darse cuenta que tenía todas las facultades para ejercer dicho oficio: no sabía nada", escribe el autor de la columna.
"De joven fingió ser periodista al darse cuenta que tenía todas las facultades para ejercer dicho oficio: no sabía nada", escribe el autor de la columna.
Jaime Bedoya

En un verano en que no se puede ir a la playa es un destino mental. Posiblemente solo siga existiendo de , preservada la ilusión tras el capricho de curvas que rodean el Morro. Esa sinuosidad desemboca en un lugar alterno de Lima. Aún estás en la ciudad, aunque no del todo.

En esa Herradura de fantasía hay fantasmas. No pretenden asustar a nadie. Les basta con vivir ahí. El último de estos inquilinos traslúcidos observa una rutina posiblemente incompresible para el resto de los espíritus. Igual nadie se mete con nadie: cada quien vive su muerte como mejor le parece.

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Hacia el mediodía esta aparición se sienta en un bar y bebe un inasible. Luego baja a la playa y empieza a levantar piedras que para terceros se mueven solas. Se tumba en la arena y mira a las chicas que ya no están. Cuando empieza a caer el sol se pone a leer a los mismos cuatro autores de siempre: Cervantes, La Rochefoulcad, Valdelomar, Horacio. Eventualmente recita, cita, replica, se ríe solo y ya a oscuras se pone un tanto melancólico. Su pene fantasma le reclama ir al troca. La inexistencia anatómica le hace saber que su presencia supondría un inconveniente mayor en la dinámica íntima del burdel.

Jorge Vega Escalante, niño torero, periodista deportivo que detestaba trabajar, diletante fascinado por el lenguaje que fingía vender libros para poder disfrutar de un Sol y Sombra en La Herradura, falleció comenzando el verano del año 2013. Justo en enero.

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De niño lo maravilló un libro cursi, Corazón de Edmundo de Amicis. De esa melcocha itálica Vega seguiría un hilo de letras que lo llevarían a palabras mayores. Así acopió una vasta y apasionada cultura autodidacta, perfectamente incompatible con la edad media digital que en estos días es pasto del virus.

De joven fingió ser periodista al darse cuenta que tenía todas las facultades para ejercer dicho oficio: no sabía nada. Las horas muertas fueron el pretexto perfecto para seguir leyendo más, trabajar poco y dormir menos: el señorío del burdel de antaño, con piano y conversación no necesariamente concupiscente, era el paraíso perdido que la literatura sugería pero la carne reclamaba con furia.

Luego estaba la playa. La Herradura era todas las playas del mundo. El eje inmóvil de su galaxia de libros, trago corto y putas. Para poder gozarla a tiempo completo necesitaba una coartada. Ahí surgió lo de ser librero. En dicho oficio logró lo que los escritores peruanos jamás conseguirían: vivir de su obra.

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Sus primeros clientes fueron ilustres. Ciro Alegría, Luis Alberto Sánchez, Nicomedes Santa Cruz, Pablo Macera. Luego su clientela fue decayendo hasta recalar en las silvestres redacciones de la ciudad. Pensando en esas necesitadas gentes fundó la imaginaria Fundación Vega para Ilustrar al Periodismo, entidad condenada al fracaso en palabras de su CEO.

Como un dealer verbal, anticipaba que tipo de lenguaje buscaba cada uno de sus parroquianos. Citaba de memoria el párrafo indicado para generar la maravilla, agregando, cual quite taurino mirando al tendido, el número exacto de la página donde ese texto se encontraba. Un abracadabra sin conejo.

Jorge Vega Escalante, el librero de un solo ojo que veía más allá de lo evidente, el ciudadano que decía que la cantidad de cojudos que había en la ciudad permitían que uno pudiera vivir alegremente, el veraneante eterno de una playa que pareciera desconfiar de Lima, falleció a comienzos del verano del 2013.

, el personaje que escribió con su vida, sigue gozando de La Herradura para siempre. Con o sin pandemia

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