Una visita a Roma y una amistad recobrada, por Renato Cisneros.
Una visita a Roma y una amistad recobrada, por Renato Cisneros.
Renato Cisneros

"No sé cómo Dios puede tener tanta misericordia de ti”, me dijo Raúl la otra tarde. Si las palabras no hubiesen salido de boca de mi viejo consejero espiritual, quizá no me habría inquietado tanto. Lo dijo en broma, tanto así que nos reímos no una, sino varias veces; sin embargo, la frase ha continuado resonando estos días en mi cabeza.

Conocí a Raúl en 1992, cuando era apenas un hermano carmelita de 28 años. Yo ya había egresado de secundaria, solo que en lugar de estudiar para ingresar a la universidad como correspondía, dilapidaba mi tiempo asistiendo continuamente al departamento de Religión del colegio, en un afán poco discreto por continuar ligado al afable mundo de secundaria –es decir, el afable mundo de las niñas de cuarto y quinto– a través de los retiros y jornadas de confirmación.

Al inicio Raúl despertó mis recelos: había llegado para reemplazar a un querido profesor que durante décadas se había ocupado no solo de organizar retiros memorables, sino que brindaba unas charlas testimoniales de lo más persuasivas, de modo que algunos veíamos en el nuevo hermano a un invasor. Su aspecto de frailecito caído del palto tampoco ayudaba.

Poco a poco, sin embargo, fui conociéndolo y descubrí en él a una persona trabajadora, generosa, culta y poseedora de un corrosivo humor negro. Su vocación religiosa, por otra parte, delataba un compromiso mayúsculo; mientras varios de los otros hermanos que llegaron en esa misma época fueron desertando por razones de todo tipo, él se mantuvo firme y rápidamente fue escalando posiciones en la orden.

Gracias a él, o por su culpa, viví por años ligado a la parroquia de Carmelitas, participando en retiros, encuentros, verbenas, obras sociales y hasta en representaciones del vía crucis, donde hice desde soldado romano hasta piedra del sepulcro.

En 1999, Raúl se trasladó a Roma a estudiar exégesis bíblica. Hasta allá fui a visitarlo en el 2001, junto a mi buen amigo Alberto Rojas. Era nuestro primer viaje a Europa y no pudo tocarnos un mejor anfitrión, porque aunque nosotros estábamos básicamente interesados en las aventuras noctámbulas que el viejo continente pudiera depararnos, Raúl nos diseñó una exigente agenda cultural que, a la larga, resultó enormemente enriquecedora. Nos hizo visitas guiadas a las cuatro iglesias mayores: San Pablo Extramuros, San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y, desde luego, la Basílica de San Pedro, donde vimos la necrópolis del Vaticano y dos de los milagros artísticos de Miguel Ángel: La piedad y la bóveda de la Capilla Sixtina. También viajamos a otras ciudades italianas, pero fue básicamente en Roma donde toda la imponencia histórica despertó en nosotros, par de sudamericanos veinteañeros, un asombro sin precedentes, como el experimentado en la galería Borghese, donde las sobrecogedoras esculturas de Bernini se nos presentaron como auténticos prodigios.

Por las noches, claro, cumplíamos con emborracharnos en los bares del Trastévere y ligábamos o intentábamos ligar con bellísimas chicas europeas, pero a la mañana siguiente, con o sin resaca, estábamos de pie para seguir explorando la Ciudad Eterna de mano del entusiasta Raúl, que señalaba tal busto, tal plaza, tal escalinata y procedía a contarnos cuál era su origen y cuál su importancia.

En los años posteriores a ese viaje, algo, no sé muy bien qué, hirió mi vínculo con Raúl. Quizá fuera mi ingratitud a distancia, mi fe venida a menos o su poca tolerancia ante mis cada vez más persistentes reparos a la moral de la Iglesia católica; como sea, el hecho es que pasamos una larga temporada sin reanudar lo que en su día fue una amistad entrañable.

El fin de semana pasado, después de doce años, volví a Roma. Fui a presentar una novela. Para suerte mía, el muy ocupado padre Raúl estaba otra vez allí, ahora como consejero general de los Carmelitas para toda América. Le escribí para vernos y aceptó encantado. Compartimos dos cenas y una larga conversación frente al Tíber durante la cual, en vez de mencionar las diferencias que nos alejaron, celebramos las muchas vivencias que nos unieron. Fue lo más parecido a una confesión que he tenido en mucho tiempo. En esas circunstancias, mientras él observaba una fotografía de mi hija, tal vez como una forma de sancionar mis contradicciones de cristiano mediocre, disparó esa broma que ahora me acompaña como un mantra: “No sé cómo Dios puede tener tanta misericordia de ti”. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC