Carlos Meléndez

Dos decisiones personales cambiaron la historia reciente de . Comencemos por la primera. El 31 de mayo de 2016, el entonces diputado por la UDI, José Antonio Kast, renunció a seguir militando en el partido más conservador y pinochetista existente por entonces. Ese día comenzaba un proyecto político distinto. Con un puñado de disidentes, decidieron formar un colectivo que se moviese aún más a la derecha. Consideraban que la coalición diestra (UDI y RN) que había llevado a Sebastián Piñera al poder, se había ‘aggiornado’, traicionando así el legado del dictador.

Muchos calificaron aquella ruptura como un suicidio político. Pero tan solo un año después, en su primera candidatura presidencial, Kast obtuvo el 7,9% de los votos, quedando cuarto en la primera vuelta que marcaría la reelección de Sebastián Piñera. Al conocer los resultados, se dirigió a sus seguidores en el comando de campaña. Acompañado de su esposa y sus nueve hijos, levantó una copa de champaña y dijo: “Hoy ganamos. El resultado nos permite una proyección que no se imaginaban (los rivales)”. El domingo último, ese mismo proyecto político, denominado Partido Republicano, obtuvo el 35% de los votos válidos, un tsunami electoral que él tampoco sospechó y que, estaría a punto de rescatar la Constitución de Pinochet.

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Desde aquellos comicios, han pasado seis elecciones en Chile (una primera y segunda vuelta presidencial, una para elegir autoridades subnacionales, dos plebiscitos constituyentes de entrada y un plebiscito de salida). En la presidencial de 2021, Kast dio un gran batacazo: ganó la primera vuelta con el 27,9% de los votos válidos, si bien Gabriel Boric terminó imponiéndose en el ‘ballotage’, con el antipinochetismo como aliado. Kast perdía la presidencia por segunda vez consecutiva, mas no se le etiquetó de ‘loser’. Fue un golpe duro, pero atenuado, porque se constituía como la candidatura de derecha más competitiva.

En el ámbito parlamentario, eso sí, los chilenos de este campo político siguieron apoyando a los partidos tradicionales (UDI y RN). El Partido Republicano apenas bordeaba el 10% de votaciones congresales, pero esto cambió el fin de semana último (y sin Kast en la cédula de votación) en la elección del órgano que deliberará la nueva carta magna. El plebiscito de fin de año será entre quienes quieran permanecer con la Constitución de Pinochet y quienes secunden la llamada Constitución del neopinochetismo.

Unos 12,5 millones de ciudadanos acudieron a votar el pasado domingo 7 de mayo en Chile.
Unos 12,5 millones de ciudadanos acudieron a votar el pasado domingo 7 de mayo en Chile.
/ MARTIN BERNETTI

Vayamos a la segunda decisión. El 17 de marzo de 2021, el joven diputado Gabriel Boric decidió tirarse a una piscina sin saber si había agua. El movimiento que había fundado junto con otros líderes estudiantiles, Convergencia Social, no contaba con el mínimo de adherentes para ostentar el estatus de partido nacional, así que se lanzó a una campaña de recolección de firmas que le permitiera tentar la posibilidad de ser precandidato presidencial. Solo dos meses después, al borde de la fecha límite, cumplía con el requisito. Así quedaba listo para competir en las internas de la coalición progresista contra Daniel Jadue, el entonces popular alcalde de Recoleta, polemista experimentado, que aparecía como gran favorito.

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Pero Boric estaba acostumbrado a dar sorpresas. Los memoriosos recordarán que allá por el 2011, le arrebató la presidencia de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, nada menos que a una Camila Vallejo en la cúspide de su popularidad (personaje de aquel año, según “The Guardian”). No sería, pues, la primera vez que el joven de Punta Arenas enfrentara al Partido Comunista, una maquinaria disciplinada, movilizadora, con presencia en el territorio, aunque con rechazo mayoritario. Con verbo revolucionario, más cerca de la poesía que de la arenga, Boric se erigía como el presidenciable de la nueva izquierda pos Lagos-Bachelet. Así, casi a la misma edad en que Alan García entró a la Casa de Pizarro por primera vez, el chileno se colocaba la banda presidencial.

Boric tenía un solo trabajo que hacer: convertir esas multitudinarias y telúricas marchas del estallido social en una nueva Constitución. Cuando tomó el poder, la mayoría de chilenos se inclinaba a aprobar una nueva ley de leyes. El plebiscito de salida se llevaría a cabo en los primeros meses de su gobierno, en plena “luna de miel”. Pero el amateurismo pasó factura rápidamente a esa generación “dorada” y el verbo se volvió silente ante una realidad de inflación e inseguridad ciudadana. Hoy, el joven mandatario ha conducido a la izquierda chilena a un fracaso sonado y a él mismo, a la inminencia de la peor de sus pesadillas: estampar su firma en favor de una constitución liderada por la derecha pinochetista. (Esta historia continuará). //


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