A Ángel Pedro Valerio se le escucha intranquilo. Su cargo como presidente de la Central Asháninka del Río Ene (CARE) le demanda tener comunicación constante con 19 comunidades y 33 anexos del río Ene, en la selva central peruana, pero en estos 57 días de aislamiento por la crisis del COVID-19 no ha podido hacerlo. Solo ha podido hablar con unas pocas comunidades a las que llega la señal y lo que escucha del otro lado de la línea telefónica alimenta más su preocupación. Por disposición de la CARE todos han cerrado sus territorios, aunque saben que resulta difícil vivir de lo que la tierra produce cuando gran parte de esta ha sido depredada por los cultivos ilegales de hoja de coca.
“Lo que más me preocupa es lo que vendrá después de la cuarentena”, dice Ángel. Si bien la pandemia ha dejado en suspenso por ahora la erradicación de cultivos ilícitos en la zona, los asháninkas temen la arremetida de los invasores para ampliar la frontera cocalera, así como el despliegue de sus prácticas ilegales para apoderarse de los territorios indígenas y crear más centros poblados como estrategia de ocupación.
Autoridades locales confirmaron a este medio que, en los últimos años, los colonos han creado centros poblados sobre estas tierras indígenas para legalizar su posesión. A eso hay que añadirle que la producción de pasta básica de cocaína (PBC) no se ha detenido en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem), según fuentes del Ministerio del Interior y de acuerdo con pobladores de las zona. “Los laboratorios —precisaron— están elaborando droga sin cesar. Solo están esperando que abran nuevamente las carreteras para retomar el tráfico”.
Antes de que la pandemia llegara a nuestro país, Mongabay Latam recorrió con Ángel y la directiva de CARE algunas de las comunidades que han sido víctimas de esta práctica ilegal de ocupación y que hoy, además, se encuentran en medio de un conflicto que no buscaron y que puede costarles la vida. La llegada de las primeras acciones de erradicación las han colocado en una posición peligrosa: de un lado están los cocaleros que los acusan de promover esta intervención y del otro el Estado que les pide unirse a la lucha contra el narcotráfico.
Pese a que, por un momento, pensaron que la pesadilla se detendría con la caída del precio de la hoja de coca en el valle y la salida masiva de jornaleros, los datos obtenidos por Mongabay Latam dan cuenta de otra realidad más aterradora. ¿Qué está pasando dentro de esta selva tan golpeada por la violencia y el narcotráfico?
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Las tierras indígenas perdidas
Los 24 años de Miguel* lo salvaron de vivir los años de terror. Él nació en 1996 y conoció a los ‘tíos’ a través de sus padres y abuelos. “Antes los mataban por inocentes, por no pensar como ellos”, cuenta. Sus padres pertenecen al grupo que logró escapar, pero sus abuelos fueron secuestrados y obligados a adoctrinar a otros.
Hace 10 años, cuando cumplió los 13, llegó por primera vez a Boca Pachiri, un anexo de la comunidad asháninka de Tsomaveni, ubicada en el distrito de Pangoa, Junín. Recuerda que entonces la vida transcurría tranquila entre la chacra y la quebrada de Pachiri, desde donde veía bajar el agua limpia que desembocaba en el río Ene. Esa calma, sin embargo, se acabó en el 2017, cuando empezó a ver un pequeño grupo de colonos subiendo las laderas de su comunidad.
Tres años después, el territorio de Pachiri se redujo abruptamente. Esos pequeños grupos de personas que vio una mañana terminaron invadiendo alrededor de 140 hectáreas de la montaña. Se atrevieron incluso a ponerle un nombre al área ocupada, Campo Verde. Fue así como donde antes había grandes árboles de tornillo y moena, apareció el color verde claro de la hoja de coca.
Pese a las intervenciones del personal del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor) que acudió para atender las denuncias de deforestación y las operaciones del Proyecto Corah dirigidas a erradicar los cultivos ilegales, la tensión solo escaló.
En la visita a Boca Pachiri, Mongabay Latam fue testigo de cómo el narcotráfico se ha instalado en las tierras asháninkas a lo largo del río Ene, incluso en colusión con algunos jefes de comunidad. Solo en el 2019, la municipalidad distrital de Pangoa pudo identificar tres casos en los que los grupos de invasores falsificaron documentos para crear centros poblados y asentarse en esos terrenos. Los ilegales se aprovecharon de la falta de logística del Estado para verificar las zonas ocupadas y de los problemas de demarcación de las comunidades para ocupar ilegalmente tierras indígenas.
Mientras Miguel narra el infierno en el que se ha convertido vivir en Pachiri en los últimos dos años, de pronto el sonido de una avioneta interrumpe su relato. “Deben ser los tíos”, dice en voz baja. Los escucha por lo menos una vez por semana. Sabe que esos vuelos transportan pasta básica de cocaína (PBC) y sospecha de dónde sale esa droga. “Siempre vemos pasar a los chori (colonos) con galones de gasolina. Nadie los controla”, añade. El combustible es uno de los principales insumos usados en laboratorios artesanales de PBC en el Vraem.
La mayoría de la población de Boca Pachiri está asentada a orillas del Ene, pero la vivienda de Miguel queda a media hora de distancia del río. Eso lo convierte en uno de los más perjudicados con la invasión de los colonos, pues sus tierras quedan muy cerca del terreno que le ha sido arrebatado a la comunidad y que hoy se ha convertido en el centro poblado Campo verde.
En Campo Verde viven alrededor de 30 personas, como comprobó Mongabay Latam cuando visitó la zona hace algunos meses junto al personal de Serfor. Se llega a este sector luego de una caminata cuesta arriba de cuatro horas desde la orilla del río Ene. Sabíamos que habíamos llegado no solo por la tranquera que indicaba el ingreso a la invasión, sino porque el paisaje cambiaba radicalmente. En un poco más de dos años, los colonos han tumbado parte del bosque para reemplazarlo por extensas chacras dedicadas al cultivo ilegal. Las áreas con plantas adultas de coca se entremezclan con aquellos terrenos que acaban de ser depredados y quemados para adecuarlos a nuevas plantaciones.
En el centro de Campo Verde hay cerca de 20 casas construidas con madera extraída del bosque transformado hoy en cocal. Por los documentos presentados ante la Municipalidad de Pangoa, los invasores que ahí viven provienen de Ayacucho, Cusco y de Satipo. La mayoría son adultos, pero también hay niños y adultos mayores. Algunos son dueños de los cultivos, otros jornaleros, pero todos se dedican a esta actividad.
La estrategia de los invasores
Al inicio, los asháninkas no imaginaron que además de perder su territorio, terminarían siendo amenazados, golpeados y hasta secuestrados. En el 2017, representantes de Boca Pachiri trataron de ponerles un ultimátum: citaron a los invasores a una reunión para dejarles en claro que eran sus tierras y que tenían que marcharse. Los habitantes de Campo Verde ofrecieron construir una iglesia a cambio de quedarse. No aceptaron. Pidieron entonces 15 días de plazo para irse. Nunca se fueron.
La actitud amable de los colonos se tornó agresiva. Les dijeron que esas eran sus tierras y que tenían los documentos. De acuerdo con los colonos, quien había autorizado la ocupación era el líder de Tsomaveni, su centro poblado madre.
Aunque al inicio Tsomaveni negó este acuerdo, los agraviados manifiestan que luego llegaron a amenazar a sus propios compañeros asháninkas por impedir el ingreso de los colonos a Campo Verde. A mediados del año pasado, para evitar problemas, los invasores buscaron una ruta alterna para no pasar por Boca Pachiri. Mongabay Latam comprobó que ahora en ese atajo hay un tránsito constante de camionetas que llevan desde productos de panllevar hasta calaminas y equipos electrónicos.
Los asháninkas de Boca Pachiri pusieron una cadena para evitar que las camionetas sigan pasando. Lo que vino después fueron amenazas: primero a Miguel y luego a todas las autoridades de Pachiri. Alberto, que por seguridad no revela su identidad, cuenta que cuando se los encontró en agosto le gritaron: “Deja de fastidiar a las invasiones, deja que pasen”, mientras lo golpeaban con la culata de una escopeta.
La comunidad no retrocedió y eso casi le cuesta la vida a Javier, el teniente de Pachiri, en setiembre pasado. Han pasado algunos meses del incidente violento y a Javier aún le cuesta recordar lo que sucedió. Las secuelas son notorias para su esposa, sus hijos, sus hermanos. “Antes hablaba bien, ahora le cuesta hilar las ideas”, cuenta su hermana.
Lo que se ha podido reconstruir, gracias al testimonio de su esposa, es que una noche, cuando bajaban de sus chacras, fueron interceptados por un camioneta que casi los arrolla. Javier reconoció rápidamente la camioneta porque la había visto subiendo hacia Campo Verde varias veces, de ella bajaron otros asháninkas de Tsomaveni. “¿Por qué siguen jodiendo el paso de los colonos?”, les increparon. Cuando trataron de capturarlos, María*, la esposa de Javier, pudo liberarse y correr hasta la comunidad. Lo que sucedió en el transcurso entre que subieron a Javier a la camioneta y lo devolvieron a la comunidad 12 horas después, aún es confuso. Después de ese episodio, cuenta la familia de Javier, se convirtió en una persona callada, que prefiere no salir al campo.
El Serfor confirmó a Mongabay Latam que, a través de imágenes satelitales y una visita de campo, comprobaron la deforestación de más de 30 hectáreas y multaron con 30.45 unidades impositivas tributarias (UIT), equivalente a S/130.960 (US$ 39 mil), a cada una de las 14 personas implicadas en la depredación en la comunidad de Boca Pachiri. Otros doce tienen abiertos procesos por el mismo delito y se espera sus descargos. Asimismo, Serfor comentó que el jefe de la comunidad nativa de Tsomaveni, José Charete, informó a la entidad que ellos no arrendaban áreas y que no existe acuerdo alguno de posesión. Esta información se ha remitido a la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental de la zona.
El caso de Pachiri es el más grave, pero no el único. Mongabay Latam denunció hace más de dos años la invasión de la comunidad asháninka de Meantari por invasores que sembraban hoja de coca ilegalmente. Según información de la Municipalidad Distrital de Pangoa, en esas tierras se había constituido también un centro poblado, conocido como Señor de Luren. “Las gestiones anteriores, desde el 2012, han reconocido centros poblados sin verificación en el campo ni la debida inspección”, dice Ever Miguel Hijar, secretario técnica de la Oficina de Gestión Territorial del municipio de Pangoa.
Cuando a pedido de la Central Asháninka del Río Ene (CARE) la gestión actual acudió para verificar la denuncia, los representantes de Señor de Luren presentaron un documento sobre un Programa No Escolarizado de Educación Inicial (Pronoi) para justificar que funcionaban como un centro poblado y que había familias, como manda la ley, viviendo en el lugar. La municipalidad, sin embargo, comprobó que se trataba de un documento falso y anuló la resolución de creación del centro poblado.
Hoy la expansión de los cultivos ilegales continúa, así como la legalización de terrenos invadidos por colonos, señala Ángel Pedro de CARE. “La modalidad se complica cuando incluso los mismos asháninkas están involucrados, como es el caso de Pachiri”, comenta.
El funcionario municipal agrega que hasta la fecha han encontrado tres casos de superposición de colonos sobre tierras asháninkas: el de Meantari, el de Pachiri y el de Mapotoa. La tarea para detectar otros casos es aún ardua, sostiene Ever Miguel, pues son 400 centros poblados que tienen que inspeccionar.
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‘Enchike pishintsite’: el pasado que no pasa
El estado de vulnerabilidad en el que se encuentran los asháninkas no nació con el narcotráfico ni con el coronavirus. Esta situación de permanente inseguridad se remonta a décadas atrás. Según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), que instaló el Estado peruano a inicios del 2000 para estudiar el impacto real que dejó el conflicto armado interno en el país, 10 mil asháninkas en los valles del Ene, Tambo y Perené fueron desplazados, 6 mil asesinados y 5 mil secuestrados por Sendero Luminoso. Además, entre 30 y 40 comunidades asháninkas desaparecieron. Todo esto en un lapso aproximado de diez años, entre los ochenta y mediados de los noventa.
Cuando el conflicto llegó a su fin y el máximo líder de Sendero Luminoso fue apresado, algunos de los integrantes de este grupo armado, responsable de la muerte de más de 31 mil peruanos, se convirtieron en la primera barrera de seguridad de narcotraficantes y cocaleros que invaden ahora el territorio asháninka para expandir sus actividades ilegales.
Al anunciarse entonces la primera erradicación en el Vraem, la noticia se tomó en un primer momento como una buena medida. Sin embargo, cuando las amenazas empezaron a llegar, el optimismo se esfumó. Daniel, que ha pedido cambiar su nombre por seguridad, recuerda que de tener a los cocaleros como vecinos incómodos, pasaron a ser más desafiantes con ellos.
Cuenta que cuando el equipo del Corah, oficina nacional a cargo de las acciones de erradicación de cultivos ilícitos en el terreno, instaló su primera base en Alto Anapati, en octubre de 2019, los cocaleros se les acercaron para pedirles que firmen un documento en contra de la erradicación. “Ellos nos van a dejar en la pobreza, ¿tú quieres que así sea?”, narra Daniel que le decía un cocalero, mientras agitaba una hoja de papel para que firme. Con miedo, Daniel se negó a hacerlo.
“¿Sabes por qué? —dice Daniel— Antes fuimos engañados, nuestras familias han fallecido. He visto cómo mataban a mi mamá”. A los siete años se la llevaron los ‘tíos’, como siguen llamando en el valle a los terroristas. También secuestraron a su hermano y a ambos les enseñaron a manejar armas desde pequeños, con fusiles HK que pesaban casi como ellos. Una noche, a escondidas, lograron escapar y hoy repite que esa historia no la quiere volver a vivir.
La mayoría de asháninkas de Centro Quimaropitari, de donde viene Daniel, guardan algún recuerdo de violencia de esas épocas, al igual que Quimaropitari Alto, Pachiri, Potsotinkani y otras comunidades en el río Ene. Por eso Ángel Pedro, que vivió una historia igual de dura, les dice a sus compañeros que no vayan con los chori —como llaman a los colonos—, sobre todo con aquellos que se dedican a la coca. Pero el líder asháninka sabe que la situación es compleja y que la pobreza ha llevado a algunos indígenas a denunciar la invasión de sus territorios y a otros a trabajar para los narcotraficantes.
El cacao y el café, asegura, no pueden compararse económicamente. Mientras en tiempos normales por una arroba (11.3 kilos) de coca pueden ganar hasta 180 soles (US$ 52) y en un cuarto de hectárea pueden cosechar más de 50 arrobas anuales, según datos de la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida), el precio por kilo de cacao borde los 6 soles (US$2) y en toda una hectárea se pueden producir de 400 a 500 kilos anuales. Como en toda comunidad invadida por el narcotráfico, tener cultivos alternativos es siempre una decisión difícil.
“Nosotros no pedimos la erradicación, pero estamos de acuerdo con ella. Porque la coca es mala, nos deja sin bosque y pronto nos dejará nuevamente como antes, cuando fuimos desplazados. ¿Por qué creen que chori quiere sembrar coca? ¿Por qué pagan tanto por ella?”, dice Ángel Pedro. Aunque, según Devida, el precio de la pasta básica de cocaína en el Vraem ha caído a la mitad —de 2925 a 1438 soles el kilo— y la arroba de coca ha bajado de 180 a 10 soles, Ángel Pedro cree que es algo pasajero.
Hasta ahora, la política del Estado en la lucha contra los cultivos ilegales en el Vraem no marca una diferencia. El impacto de la erradicación, por ejemplo, se resume en las últimas cifras de la erradicación en la zona: de las más de 21 mil hectáreas de cultivos ilegales de hoja de coca que tiene el Vraem, solo se erradicaron 129.47 en la intervención del 2019. Aunque se había planeado un nuevo ingreso para el 2020, fuentes del Ministerio del Interior le confirmaron a Mongabay Latam que, dada la coyuntura de la pandemia, es muy difícil que se realice.
El jefe zonal de Devida en el Vraem, Máximo Lazo, señaló que la sede central trabaja en un protocolo para continuar con las asistencias técnicas en las chacras que tienen cultivos alternativos, pero para el dirigente asháninka esas visitas tienen que ser aún evaluadas en términos de seguridad para la población. “Lo que necesitamos es apoyo para detener las invasiones”, advierte Ángel Pedro.
La desatención se hace más evidente en tiempos de crisis, pero no deja de convivir con ellos todo el tiempo. Hace unos meses, cuando Mongabay Latam acompañó a Ángel y a su equipo en un recorrido, las escuelas no tenían materiales para dictar clases y no había botiquines para atender emergencias en las comunidades asháninkas.
La adjunta para el Medio Ambiente, Servicios Públicos y Pueblos Indígenas de la Defensoría del Pueblo, Alicia Abanto, comenta a Mongabay Latam que este año se ha desatado un doble riesgo para los pueblos indígenas que viven en el Vraem. “Si en un contexto ordinario las estrategias de intervención del Estado en esta zona no podían cubrir la defensa de las tierras indígenas, la crisis sanitaria pone en una condición de mayor vulnerabilidad”, señala la abogada.
Abanto piensa que debe haber una constante visibilización de estos riegos que viven los pueblos indígenas y que demanda un diálogo frecuente con sus líderes. “Esta responsabilidad recae en las autoridades locales, pero debe haber un liderazgo político en el país que funcione como defensor de estas poblaciones. Ese es el papel del Ministerio de Cultura, el del monitoreo y la alerta, pero durante el primer mes de este estado de emergencia no lo cumplió y eso trajo consecuencias”, agrega.
La amenaza se extiende sobre el Vraem
Los tentáculos del narcotráfico se siguen expandiendo a otras comunidades más apartadas . En Potsotinkani, un pueblo de tierra rojiza en las alturas del valle al que se llega luego de una empinada caminata de dos horas, los colonos de la comunidad de Sol Naciente han habilitado un canal de agua, desviando la que le corresponde a la comunidad nativa.
A lo largo del camino que atraviesa Sol Naciente, como lo pudo confirmar Ángel en una visita a comienzos de año, las extensiones de hoja de coca se expanden cada vez más y es para eso que necesitan el agua. “No hemos dejado de estar en estado de emergencia”, dice Américo Salcedo, presidente del comité de autodefensa (CAD) Valle Río Ene.
El jefe zonal de Devida confirma las denuncias de los indígenas asháninkas y la amenaza latente del narcotráfico para este pueblo. “Los colonos no venden la hoja de coca a la Empresa Nacional de la Coca (Enaco), todo eso va a la poza de maceración. Detrás de eso hay narcotráfico y esas son las personas que amedrentan a los nativos para que no formen parte del desarrollo alternativo”, comenta.
Lazo cuenta que el problema se ha repetido en comunidades como la de Tsirotiari Bajo, donde habían firmado un acta de entendimiento para trabajar el cacao. Sin embargo, a fines del año pasado, pidieron retirarse de esos proyectos. “Luego de indagar con los técnicos, supieron que el jefe estaba siendo amenazado por los cocaleros para que nadie entre del Estado”, cuenta el ingeniero.
Un escenario similar sucedió en Vizcatán del Ene, poblado que es considerado por el ministro de Defensa, Walter Martos, como “la zona dura del narcotráfico y el terrorismo”. En esa montaña donde antes abundaban los árboles tornillo, ahora solo hay parches de hojas de coca. El año pasado, Devida intentó comenzar con los cultivos alternativos de café y cacao a través del municipio provincial de Satipo. “Con el cacao nos fue bien porque se producía en la parte baja, pero para el café se necesita algo de altura”, dice Lazo. Es en la parte superior donde se concentran las actividadess ilegales, por lo que los técnicos agrarios fueron expulsados y amenazados para que no regresen.
“Nosotros informamos de esto al Ministerio del Interior y hemos dotado de dos mil kits a los comités de autodefensa del Vraem”, añade Lazo. Cada uno de ellos contiene un silbato, una gorra, un poncho para la lluvia, radio bocinas y un machete para abrir camino. Aunque señala que no les corresponde a ellos implementar de nuevas armas al CAD, afirma que esto se está evaluando con el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas.
Mientras eso sucede, Ángel siente que el kametsa asaike o buen vivir, que establece la guía de cómo debe vivir todo asháninka, está trastocado. “Nuestra visión se ha ido opacando por el narcotráfico. Si avanza más la coca, no vamos a estar tranquilos. Por más buena disposición para cuidar nuestros espacios, los ‘tíos’ tienen fusiles mientras nosotros andamos con retrocarga”, se lamenta Ángel. Hay espacios donde la vida luego de la cuarentena trae más incertidumbre.
El artículo original de Vanessa Romo fue publicado en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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