Exequiel Ezcurra nació y creció en Argentina donde estudió agronomía. En aquellos años, a finales de los 60, los impactos del uso de pesticidas —que más tarde se demostraría tuvieron devastadoras consecuencias en la salud de las personas— no eran blanco de críticas, ni tampoco los desmontes de bosque nativo para la creación de praderas para la agroindustria.
Ezcurra, sin embargo, “estudiante alborotador” como él mismo se define, no veía con buenos ojos los aprendizajes adquiridos en la universidad. No le parecía bien que un bosque se transformara en una plantación y que, de un momento a otro, en ciertos lugares desaparecieran animales que él siempre había visto en los viajes que acostumbraba hacer.
De joven, siempre tuvo la costumbre de subir a un omnibus y partir a algún lugar para acampar lejos de la ciudad.
La memoria de su infancia apegada a la tierra, recolectando frutos en el campo de sus abuelos, en la provincia de San Luis, donde inicia la zona árida del Monte, forjó su carrera como ecólogo y su amor por los desiertos.
En esta entrevista con Mongabay Latam, este científico nacionalizado mexicano narra los episodios de su vida que lo hicieron cambiar de rumbo hacia la conservación. También nos habla de la geografía de la niñez, un concepto asociado a la urgencia de educar personas más empáticas y compasivas con la naturaleza para lograr recuperar los ecosistemas y la salud del planeta.
¿Por qué decidió dar un giro en su carrera y pasar de la agronomía a la biología?
Yo vengo de una familia de origen vasco en Argentina que, como casi todos los vascos de clase media para abajo que emigraron hacia América, es de agricultores y pastores. Entonces, por influencia de mi familia, cuando llegó el momento de entrar a la universidad me metí en agronomía. No se me hubiera ocurrido seguir una carrera de tipo científica como es biología.
Pero muy pronto me di cuenta de que lo que estaba aprendiendo en agronomía no me gustaba. Y no solo no me gustaba, sino que muchas veces me parecía que estaba mal. De alguna manera me empecé a dar cuenta que lo que nos estaban enseñando, en particular el uso de pesticidas y de agroquímicos tenía que tener un impacto global en el planeta.
Desde chico me gustaba mucho treparme a un ómnibus y viajar a distintas partes rurales de Argentina para acampar y yo veía, en aquellos años de universidad, la destrucción de la cubierta vegetal nativa. Veía el uso de tractores para quitar el monte natural y convertirlo en cultivos. Ya no veía los ñandúes (Rhea) o las maras (Dolichotis patagonum). Muchos de los guanacos (Lama guanicoe) que había visto, de golpe ya no estaban.
Me empezó a preocupar la pérdida de especies y entonces decidí que yo no quería seguir esa carrera, que no quería convertirme en un técnico que aconsejaba cómo desmontar y cómo usar organoclorados o insecticidas.
¿En ese tiempo ya se hablaba de los efectos devastadores que tuvieron los pesticidas en la salud de las personas en Argentina?
No se sabía. Los profesores de la Universidad de Buenos Aires, en la Facultad de Agronomía, negaban, denostaban críticamente esas ideas y decían que eran alarmistas y exageradas y que eso no era cierto.
Recuerdo tener grandes discusiones con mis profesores sobre ese tema. De estudiante era medio alborotador y muy crítico del sistema educativo que nos enseñaba a perpetuar un montón de cosas que yo veía que estaban mal. Entonces en cuanto acabé la carrera, me puse a buscar qué hacer.
¿Y qué fue lo que hizo?
Di con una persona maravillosa, Eduardo Rapoport, que vivía en Bariloche, un pueblo en los Andes patagónicos argentinos. Él era biólogo y hacía cosas muy interesantes de medio ambiente en la Fundación Bariloche, que era una institución privada sin propósito de lucro, dedicaba a hacer investigación científica. Lo fui a ver, me consiguió una beca y me fui a trabajar y a estudiar con él. Estuve ahí desde 1974 hasta 1976 y fueron para mí unos años deslumbrantes. Aprendí muchísimo. Él era verdaderamente un maestro y siempre lo quise como a un padre.
Pero en el año 76 vino el golpe de Estado, la Junta Militar. Inicialmente mucha gente les tuvo simpatía y tolerancia porque creían que la situación política con Isabel Perón era insostenible y los apoyaron. Pero en el año 77 nos empezamos a dar cuenta que estaban matando gente.
Entonces yo tuve la inmensa suerte de que, por azares del destino, el presidente de la Fundación Bariloche recibió un aviso de que yo estaba en la lista de las personas a ser desaparecidas, porque tenía fama de haber sido muy alborotador cuando estuve en la universidad. En esos cuatro años que estuve en Bariloche trabajando con Rapoport, habíamos alcanzado a publicar varios artículos en revistas científicas de cierto impacto, conocidas internacionalmente. El presidente de la fundación habló con el cónsul de la embajada británica en Buenos Aires y este se interesó por mi caso y se puso en contacto conmigo. Me dijo: “vente a Buenos Aires, te vamos a dar una visa y te vas a Inglaterra a estudiar”.
En el año 1977 viajé a Buenos Aires y me fui de Argentina.
¿Cómo fue esa partida?
El cónsul me acompañó hasta el avión y recuerdo que cuando el vuelo de British Airways despegó del aeropuerto de Ezeiza, vi mi queridísimo delta del río Paraná y el Río de la Plata y la costa uruguaya, que es una cosa maravillosa. Vi que todo eso se alejaba y me dio una sensación sobrecogedora de pérdida, pero también de alivio, de que había ganado mi vida.
En Inglaterra estudié un máster en ecología, pero me preocupaba qué iba a hacer cuando acabara mi maestría. Un día recibí una llamada de un investigador mexicano, el doctor Gonzalo Halffter. Se enteró de mi caso porque había, en esos años, una especie de solidaridad muy fuerte latinoamericana alrededor de la ciencia y los intelectuales, y me dijo: “véngase a México”.
Me fui en diciembre de 1978 y me quedé. Me hice mexicano, adquirí la nacionalidad. Me casé con una mexicana, hice una familia mexicana y empecé a trabajar en cosas de medio ambiente en México, que es donde he trabajado la mayor parte de mi vida.
¿Comenzó a trabajar inmediatamente en el desierto?
Mi primer amor y mi gran amor son las zonas áridas y las plantas de las zonas áridas. La ecología de los desiertos es lo que más he hecho. Pero cuando llegué a México me mandaron a trabajar en un proyecto de investigación en las lagunas costeras de Tabasco, que son lagunas que se forman con los sedimentos que traen los ríos tropicales al mar y que están llenas de bosque de manglar.
Después tuve la oportunidad de ir a trabajar en el gran desierto de Altar y dije “bueno, eso es volver al amor de mi vida”, y empecé a trabajar en el desierto de Sonora, que es un desierto maravilloso.
¿Qué es lo que lo inspira a estudiar los ecosistemas desérticos?
Si te interesa la ecología y te interesa entender las adaptaciones de los seres vivos al medio ambiente, no hay lugar más extremo que los desiertos para entender eso. Porque todos los seres vivos provienen del agua. La vida sobre la tierra tiene 3800 millones de años, pero los organismos empezaron a salir del agua en los últimos 400 millones de años. Si llevas eso a lo que dura un año, se podría decir que de enero a noviembre toda la vida fue en el agua y que, a finales de noviembre, empezaron tímidamente a aparecer algunas plantitas y algunos animales fuera de ella.
Tan adaptada al agua es la vida, que la sobrevivencia en los desiertos es muy compleja. Entonces encuentras esas inmensas y maravillosas adaptaciones como las cactáceas, por ejemplo, que acumulan agua y la ahorran en sus tejidos. Plantas que pueden prácticamente vivir sin transpirar, sin utilizar agua, que tienen mecanismos rarísimos de fotosíntesis para poder crecer sin agua. Entonces, si eres un ecólogo y te interesa cómo opera la evolución y la selección natural, los desiertos son un lugar maravilloso.
Pero hay una explicación más sencilla y tiene que ver con esa cosa que llaman la “geografía de la niñez” y que se refiere a cómo influye lo que hiciste de niño en lo que haces en toda tu vida.
Mi abuelo, que era ganadero y pastor, tenía un campo en la provincia de San Luis, que es el inicio de la zona árida del desierto del Monte en Argentina. Entonces yo me crie entre algarrobos, cactus, entre las plantas y la fauna del desierto. Tengo memorias de las aves que yo veía, de las plantas silvestres que comía y que recolectaba en el campo, como los frutos del chañar que son preciosos… Eso tiene muchísimo que ver en lo que decides estudiar.
Una cosa que me preocupa es que estamos creando toda una generación de seres humanos que no se han metido al campo a comer chañar, que no han tenido una interacción con la naturaleza de chicos y lo veo en mis estudiantes acá en la Universidad de California y también en México. Jóvenes que los llevo al campo donde nunca han estado jamás y no entienden ni dónde están, ni por qué eso es importante. Creo que la geografía de la niñez es un tema importantísimo que no estamos tomando en cuenta en este momento.
La concentración de la población en ciudades y la existencia de ese mundo virtual paralelo que es el Internet, y no quiero sonar como una especie de viejo reaccionario que cree que todo en el pasado fue mejor, hace que nuestros jóvenes no tengan esa experiencia vital de ver aves, de cazar, de recolectar plantas, de agarrarse una buena diarrea porque comieron una planta tóxica. Todas esas cosas que eran fundamentales en mi infancia, hoy día son extremadamente raras.
¿Cree que el desapego de las personas con la naturaleza tiene que ver de alguna manera con la crisis climática en la que estamos?
Sí. Buena parte de la población humana en este momento puede racionalmente leer acerca del cambio climático, pero no internalizan las consecuencias de lo que está pasando porque no están en el campo.
Los huracanes en el Golfo de México o los incendios en California son algo que ves en la pantalla de tu computadora, no son algo que tenga una relevancia muy concreta en el medio en el que te mueves porque la mayor parte de las personas se mueven en las ciudades, los jardines y no salen al campo.
Esa famosísima frase de Diane Keaton en la película Baby Boom, cuando se va a vivir al campo y se queda sin agua porque se le hielan las tuberías, y en un ataque de histeria dice: “yo estoy acostumbrada a que abro la llave y sale agua y el agua se va por la coladera. No quiero saber a dónde se va, ni quiero saber de dónde viene”. Pero claro que es un tema que te debe interesar y que debes saber. Toda el agua viene de la naturaleza. Esa pregunta tan sencilla, de dónde viene el agua, yo a veces se la hago a mis estudiantes y, la verdad, es que la respuesta de todos es como la de Diane Keaton: viene de la llave, de la canilla. No sé más y no quiero saber más.
Esa especie de ceguera voluntaria, de no ver las consecuencias de lo que hacemos sobre el entorno que nos rodea, yo sí creo que tiene mucho que ver con la crisis climática.
¿Cree que los científicos, periodistas, líderes ambientales no han sabido transmitir y explicar lo que significa la crisis climática?
Tengo una respuesta ambivalente a eso. Creo que sí y que no.
Cuando yo empecé a hacer ciencia hacías una investigación, escribías un artículo, lo publicabas en una revista científica y eso era al final. No te preocupabas por hacer más. Ahora los jóvenes sacan un artículo en una revista y se preocupan de que sea citado en redes sociales. Se preocupan que periodistas de distintos medios tengan acceso a él. Eso es una mejoría increíble.
Ahora, eso es bueno pero no es suficiente. Todavía nos falta mucho y asociado a eso tenemos la mala noticia de que estamos viviendo un momento muy complejo, donde así como hay gente que tiene una preocupación muy concreta por informar al mundo lo que está pasando, también existe una corriente de personas que propagan todo tipo de rumores infundados, como ahora los antivacunas, sin darse cuenta del daño social que hacen.
Eso hace que el trabajo del periodismo serio, bien fundado, tenga todavía más importancia porque no podemos dejar el campo vacío a los charlatanes.
Vemos que ciertos compromisos intergubernamentales no se han cumplido a pesar de que los plazos sí. Por ejemplo, al 2020 los países firmantes de las metas Aichi debían proteger el 10 % de sus océanos y algunos países no cumplieron con esa meta. ¿Se puede ser optimista a pesar de esos incumplimientos?
Hace unos 12 o 13 años, el entonces presidente de México, Felipe Calderón, dijo que México voluntariamente para el año 2020 iba a reducir sus emisiones de dióxido de carbono en un 20 por ciento. Él generó su propio compromiso voluntario y para mí resultaba muy obvio que no había la más mínima posibilidad de que se cumpliera. Entre otras cosas porque el presidente estaba apoyando muchísimo la construcción de hoteles inmensos, tipo Cancún, de diez pisos donde todo funciona con aire acondicionado y con alto consumo de energía. Para mí me resultaba muy claro que con ese modelo de desarrollo no era posible que México disminuyera sus emisiones.
El presidente Calderón sabía que en el año 2020 él no iba a estar en el poder y que le iban a reclamar a otro el cumplimiento o no de esa promesa. Esa es la tragedia del cambio climático en manos de políticos.
Por otro lado, los estudios del Instituto Nacional de Ecología y Cambio Climático son sesudos trabajos donde se hacen mapas que muestran qué va a estar inundado si el mar sube uno o dos metros y con un horizonte de tiempo, es decir, a 100 o a 200 años se puede ver así. Pero los desafíos del cambio climático y de la conservación son hoy, no son a 100 años. Las cosas hoy en muchas partes de México están retrocediendo por el incremento (del nivel del mar) que, aunque pequeño todavía, es lo suficiente para generar impactos costeros importantes. Los huracanes intensos están ocurriendo y, sobre todo, la extinción de especies está ocurriendo hoy.
Esa especie de separación entre el cambio climático y la conservación de la biodiversidad como si fueran dos cosas totalmente desconectadas la una de la otra le ha servido a muchos gobiernos para decir “estamos trabajando en el cambio climático”, sin preocuparse realmente por la conservación de los ecosistemas que están desapareciendo a una velocidad increíble.
Creo que uno de los grandes desafíos para los políticos es juntar el desafío de la biodiversidad con los grandes desafíos del cambio climático y poder generar una política integral, en la cual nos demos cuenta de que ambas cosas van de la mano, que no es solo un problema de emisiones de gases de efecto invernadero, sino también de mantenimiento de la cobertura vegetal, de los sitios donde se captura más dióxido de carbono de la atmósfera, de los ecosistemas nativos.
¿Habría que incluir en este paquete de acciones a la educación para que las personas puedan cultivar una geografía de la niñez que les permita empatizar con los ecosistemas?
Totalmente, la educación ambiental es fundamental. Tenemos un desafío educativo monumental frente a nosotros en un contexto en el cual la transformación digital de la educación no nos ayuda mucho a que los jóvenes puedan tener una experiencia vivencial del medio ambiente. El problema es que las tragedias y también las maravillas del medio ambiente las aprendes de una manera vivencial, las aprendes estando ahí.
Que los jóvenes tengan un acercamiento con la naturaleza y el medio ambiente es un desafío inmenso que tenemos que resolver. También tiene un cierto valor redentor porque les muestra una dimensión del planeta y de la especie humana, de la compasión hacia el mundo y la naturaleza, que de otra manera no tendrían. Y eso es extremadamente transformador.
El artículo original fue publicado por Michelle Carrere en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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