Nazareth Cabrera es como la manicuera, dicen, una bebida sagrada uitoto que se obtiene de la yuca dulce o fareka. Todo lo que es amargo, todo lo que es envidia, todo lo que es cansancio ella lo endulza y lo vuelve bueno; lo que es oscuro lo vuelve claro. Lo dicen en su territorio y lo cuenta Jerbacio Guerrero, capitán de la comunidad indígena Uitoto de Mesay, de la que ella es lideresa. Que Nazareth es como esa bebida sagrada que nace de la yuca: absorbe la palabra, la filtra y la entrega dulce, pero fuerte.
En medio de la selva amazónica colombiana, en Araracuara, Caquetá, Cabrera ha sabido defender a su gente y a su tierra de la amenaza minera, del acoso de los grupos armados ilegales y de las visiones occidentales que buscan imponerse. Dicen de ella, también, que a sus 52 años no le teme a nada y que su fuerza la tienen pocos. Se le nota.
En el territorio que Nazareth Cabrera habita, el resguardo Andoque de Aduche, el pueblo Uitoto convive con tres más: Andoque, Muinane y Nonuya. Según la leyenda, es tierra sagrada. Eso no impidió que en 2014 el gobernador del resguardo, Milciades Andoque, le pidiera a la Agencia Nacional de Minería que declarara Zona Minera Indígena casi el 99% de la región. Tres años más tarde, Levy Andoque, hijo de Milciades, convenció a varios “abuelos” —guías espirituales indígenas— de firmar un documento pidiendo lo mismo.
Cuenta Cabrera que a los abuelos les prometieron que con la minería ya nunca más tendrían hambre ni les faltaría la plata, que les contaron muchos cuentos y ellos los creyeron, a pesar de que ella trató de advertirles. “Uno les dice: abuelo, eso es mentira, nadie regala plata. Y ellos preguntan que por qué los engañan. Pues abuelo, es para que usted firme nomás. ¿Y quién se llena los bolsillos? Los compañeros líderes que viven en la ciudad”, dice.
No hay que hacerse muchas preguntas para entender por qué los abuelos firmaron: en Colombia, el índice de pobreza multidimensional para la población indígena es 2.5 veces más alto que el del promedio nacional. “Yo escuchaba que un abuelo decía: es que yo necesito plata, yo necesito vestirme, porque con la cáscara de yuca no me voy a vestir”, recuerda Cabrera. Ella, que había visto años atrás a otros abuelos esperar con costales en mano —y sin ningún éxito— a una avioneta que llegaría llena de plata para repartir, sabía que ese tipo de promesas no se cumplen.
Entendía, además, los peligros de la minería: la contaminación del agua, la disminución de los caudales del río, los deslizamientos, la desaparición de animales y plantas, entre otros. No solo eso, también la parte espiritual. “Mi mamá dice que el oro es la representación de la belleza de la madre tierra. El oro, nos decía, es el que le da el calor: si seguimos haciendo lo que estamos haciendo, en un futuro va a venir lo que no queremos mencionar”, cuenta Nazareth Cabrera.
Que el resguardo se convirtiera en zona minera era algo que ni ella ni otras seis mujeres uitoto querían permitir. Entonces se pusieron de acuerdo y en el 2017 le pidieron a la Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC) que las ayudara a presentar una acción de tutela frente a la Corte Constitucional. Querían tener una consulta previa. En Colombia, esta es la figura de participación que tienen los pueblos indígenas para decidir si aprueban o no cualquier proyecto que incluya sus tierras. Aunque es obligatoria, en Araracuara no se había hecho.
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La tutela la presentaron a escondidas de los líderes indígenas hombres y ellos nunca supieron quiénes la habían impulsado. “Nosotras pensamos: cuando se enteren los Andoques, nos van a desterrar”. A la pregunta de si es mejor, entonces, no hacer la revelación en este escrito, Nazareth Cabrera responde que no: “Nosotras las mujeres indígenas no podemos seguir callando cada que un hermano nuestro que vaya a la ciudad, y se le de la oportunidad de estar en espacios políticos, haga lo que quiera con su territorio y con su gente.”
Al final, la Corte Constitucional les dio la razón y ordenó a la Agencia Nacional de Minería que, antes de declarar a Araracuara como zona minera, debía hacer una consulta previa. Al enterarse, mucha gente en su comunidad estaba contenta, “dijeron que eso era lo justo”. Tres años han pasado y no ha habido ni consulta previa ni declaración. Aún así el riesgo sigue presente, pues todavía hay personas tratando de convencer a quienes viven en el resguardo.
Que Nazareth Cabrera actúe con firmeza no la hace inconsciente del peligro que significa defender estas causas en el país con el mayor número de asesinatos a líderes ambientales en el mundo durante 2019. La valentía la encuentra en las tradiciones de su pueblo. “Para tratar temas de medio ambiente o para ser líder a uno le toca defenderse con la sabiduría ancestral. En mi caso, para protegerme, yo tengo el ambíl (producto tradicional Uitoto a base de tabaco). Luego en el sueño, por medio de él, los ancianos se me presentan y me dicen: “tu camino es este, coge fuerza, sigue adelante”.
La palabra dulce
“Yo diría que es la mujer Amazonas más Amazonas que yo he conocido”, dice Fanny Kuiru, Coordinadora Mujer, Juventud, Niñez y Familia de la OPIAC. Está convencida de esto porque ha visto de cerca como muchas veces la líder uitoto, a costa de su propia seguridad, ha denunciado lo que nadie más se atreve.
Cuando todavía era tabú siquiera mencionar la palabra “violación” en las comunidades indígenas, Cabrera se dedicó a documentar casos de abusos sexuales a niños, niñas y mujeres en su resguardo. “Nazareth empieza a destapar eso y en reuniones lo empieza a decir abiertamente. Ya después, en trabajo con el Bienestar Familiar, demuestra que de verdad sí había una vulneración de derechos tanto de mujeres como de niños”, cuenta Rufina Román, también lideresa Uitoto y secretaria general del Consejo Regional Indígena del Medio Amazonas (CRIMA).
Es una mujer de múltiples luchas. Además de la ambiental, Naza, como la llaman, también ha asumido como suya la protección de poblaciones en especial riesgo. Hoy, se desempeña como Coordinadora de Mujer, Juventud, Niñez y Familia del CRIMA. No ha sido fácil. Los pueblos indígenas, al igual que la sociedad occidental, no son ajenos a estructuras excluyentes que limitan la participación de mujeres en espacios de decisión, dice Nazareth Cabrera, y lo confirma Jerbacio Guerrero, que en las reuniones ella solo puede hablar del tema mujer, a pesar de que su trabajo como lideresa se expande mucho más allá. “La misma organización lo limita a uno, pero en este caminar yo me he dado cuenta de que el tema de la mujer es transversal a todo, y lo siento mucho, pero tengo que opinar. Entonces ellos siempre me dicen que yo soy muy conflictiva.”
No es esa una opinión definitiva. “En ella yo reconocí esto que maneja tanto la gente en el Amazonas: la ‘palabra dulce’. Es decir, tiene mucha fuerza para decir las cosas, pero la manera en que las dice no es a través de una acción contenciosa o que rompa, sino desde mucha sabiduría”, cree Ángela Santamaría, profesora de la Universidad del Rosario, del Centro de Paz y Conflictos, y del Centro de Estudios Interculturales, ambos de la misma universidad.
Debió ser justamente esa palabra dulce la que logró que, a finales de 2001, Cabrera se salvara de ser desterrada de Araracuara por el entonces Frente 15 de las extintas FARC. Había criticado abiertamente, y frente a dos guerrilleros, un atentado que el grupo armado perpetró en el aeropuerto de la región. La guerrilla se había concentrado en la Zona de Distensión del Caguán, conformada también por parte del departamento de Caquetá, para negociar un Acuerdo de Paz con el expresidente Andrés Pastrana. En sus recuerdos, la amenaza fue así:
—Usted sabe que la charapa tiene hambre —le dijeron, refiriéndose a que su cuerpo podría servir de alimento para una especie de tortugas que viven en el río.
—Sí, yo sé que la charapa tiene hambre —respondió.
—La cachama tiene hambre —esta vez hablando de un pez.
—Sí señor, yo sé que la cachama tiene hambre.
—Y la tierra necesita abono.
— Sí, la tierra necesita abono y todos lo vamos a ser.
— Entonces tiene 24 horas para irse.
— No, yo no me voy. Yo no he hecho nada y no me voy. Y, si me van a matar, me matan con mis hijos y así nadie llora, nadie sufre y nadie reclama nada.
Esta vez, cuenta, sí sintió miedo, pero no se paralizó. “A mí se me iluminó el pensamiento y les dije: la última palabra la tiene mi tío Marceliano, porque yo pertenezco a una comunidad y él es el único que toma la decisión sobre mí, no ustedes.” Su tío Marceliano es malokero –gran autoridad indígena– y su guía espiritual.
Fue con él a contarle lo sucedido y, como ella no era la única amenazada, hubo una reunión entre autoridades indígenas y comandantes guerrilleros. Allí, los pueblos indígenas de la región exigieron que se respetara su derecho a no estar involucrados en el conflicto. Nadie tuvo que irse.
Y debió ser, de nuevo esa palabra dulce, permitió que en el 2018 un grupo de niños indígenas se salvaran de ser reclutados —o tal vez asesinados— por los grupos armados residuales que hoy tienen el control del Medio Amazonas.
Para lograr que los menores salieran de forma segura de la zona se enfrentó al Bienestar Familiar, a la Defensoría del Pueblo, e incluso llevó el caso a las altas esferas del gobierno. El proceso estuvo rodeado de obstáculos, de amenazas y de varios “usted no sabe con quién se metió”, pero, como siempre que se lo propone, lo hizo: hoy los niños están a salvo y ella también.
La historia de esta lucha, cree ella, encuentra su raíz muchos años atrás, cuando aún no la llamaban lideresa, sino Nazareth a secas. Se refiere a dos hechos que la marcaron.
El primero, cuando sólo tenía cinco años y fue enviada desde Araracuara a Bogotá para ser tratada de una enfermedad que le hacía difícil caminar. Los dos años que vivió en la capital los anduvo entre hogares de paso y casas de monjas. Casi que se olvidó de su familia y de su lengua materna –na+pode–.
El segundo, el miedo que tenía a que llegara el sábado. “De lunes a viernes mi papá era muy divino, muy hermoso, muy responsable, pero los fines de semana se transformaba. Llegaba borracho a pedirle comida a mi mamá y, si no le gustaba, se la tiraba en la cara. Eso realmente me marcó para trabajar con las mujeres”, cuenta.
Incluso, a su padre también lo confrontó: “ya no me aguantaba las golpizas que le daba a mi mamá y me le enfrenté. Ahí fue cuando él me dijo: ‘usted es una grosera, porque ninguna de sus hermanas me hace lo que usted hace’. Y yo le dije: ‘grosera no, sino que estoy defendiendo los derechos de mi mamá’ “.
Es como si todo en ella partiese de una convicción absoluta.
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De la chagra a la ONU
Hija de una partera y sobrina de un malokero, Nazareth Cabrera tiene sangre de líder. Sus abuelos fueron unos de los primeros en llegar a Araracuara y ella ni siquiera contempla el irse. Es su tierra, en donde tuvo a sus hijos y en donde ha enterrado a sus muertos.
Las veces que ha salido del resguardo lo ha hecho para educarse o para participar en eventos. Uno de ellos, tal vez el más importante a nivel internacional para los pueblos originarios, es el Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la ONU, que se realiza en Nueva York y al que ha asistido como representante uitoto cuatro veces consecutivas desde el 2016. En ese espacio ha dado declaraciones respecto al cambio climático, a la defensa ambiental y a los problemas que enfrenta la Amazonía.
La primera vez que participó lo hizo gracias a una beca de UN Foundation que ganó. Fue Isis Álvarez, coordinadora de campaña de Global Forest Coalition, la que la convenció y ayudó a postularse.
De ese primer evento, Nazareth salió siendo reconocida. Había logrado establecer redes de mujeres indígenas, académicas y diplomáticas que permitieron que los tres años siguientes fuera invitada de nuevo financiada por la Universidad del Rosario y la de Nueva York. Además, fue un nuevo despertar: “Yo escuchaba a varios representantes indígenas hablar sobre la minería ilegal y dentro de mí dije: ay, yo pensé que solo yo en el Caquetá tenía ese problema”. Después de eso, su convicción por la lucha ambiental se hizo más fuerte.
“Todos estos años Nazareth ha hecho pronunciamientos muy contundentes ante la Asamblea General que han nutrido los informes de la relatora especial para pueblos indígenas de la ONU”, dice Angela Santamaría.
En el 2018, y antes de irse a Nueva York de nuevo, Nazareth le pidió a su hermano, un artesano muy reconocido en la región, que hiciera un canasto tradicional uitoto. Se lo quería regalar a la presidenta del Foro Permanente, una diplomática inabordable, en palabras de Santamaría. Lo llevó por dos horas y diecinueve minutos desde Araracuara hasta San José del Guaviare en un avión de carga; después anduvo con él hasta Bogotá por nueve horas en un bus y, finalmente, lo cargó con ella para cruzar el continente. “Desde que nos vimos en Bogotá, Nazareth me dijo: ‘yo le llevo este regalito a la presidenta’. Yo pensé: pero, ¿cómo se lo va a entregar?”, recuerda Santamaría.
Nazareth Cabrera logró entregar el canasto. “De pronto la veo llegar con una foto y me la muestra. Estaba con la presidenta, salían abrazadas. Eso es ella: primero hace un pronunciamiento lleno de profundidad y luego entrega un regalo que mandó a hacer de forma especial”, narra.
Ángela Santamaría y Nazareth Cabrera se conocieron en el 2015 durante un diplomado que la profesora dictaba en Guainía y al que la lideresa asistió. Para ese entonces a Nazareth Cabrera dejó de bastarle adquirir esos conocimientos para ella sola y quiso que la gente en su resguardo también los tuviera.
Fue por ella que, de la mano de la Universidad del Rosario y la profesora Santamaría, a Araracuara llegaron, por tres años consecutivos, diplomados para formar a jóvenes, mujeres, ancianos y profesores. El primero fue sobre Educación Intercultural; el segundo sobre juventud y conflictos ambientales; y el tercero sobre Mujeres, Juventud y Niñez indígena.
“Ella me dijo: Ay, yo quiero que ustedes vayan a Caquetá, que vayan a Araracuara. En muchos lugares me dicen eso, pero pocas veces se concreta. Sin embargo, ella lo hizo y en muy poco tiempo organizó a la comunidad para que fuera posible”, recuerda Santamaría, “todo eso hace que, cuando uno analice su proceso de liderazgo se de cuenta de que su proceso es el ideal, lo que teóricamente se desearía: lideresas de base que llegan al nivel nacional, al internacional, y luego vuelven”.
“Los diplomados sirvieron mucho. Tenemos mujeres trabajando con Parques Nacionales, otras como promotoras de salud con EPS, y unas más como madres comunitarias en el Bienestar Familiar”, cuenta la lideresa uitoto Rufina Román. Solo ese, y no será el único, podría ser su legado.
“Acá en la región de Araracuara, me refiero a las casi 2000 personas que la habitan, conocen muy bien a Nazareth y el papel que ha tenido, por lo que muchos confían en su proceso”, dice el capitán Jerbacio Guerrero. La confianza en ella ha sido demostrada: en ausencia de Guerrero, es ella quien asume como vocera y representación de la autoridad Uitoto. Es la primera mujer en ocupar este lugar y fue elegida por su comunidad.
Razones para la confianza ganada hay muchas, que sea una lideresa que encontró en lo ancestral una gran defensa frente al riesgo occidental puede ser una de ellas. “Ella, como mujer indígena, sigue las prácticas tradicionales de su pueblo: se mete a la chagra (espacio de cultivo tradicional amazónico), siembra diversidad de plantas y ayuda a mantener la selva en pie”, dice Fanny Kuiru.
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El arraigo
La casa grande, la Amazonía, habla porque está viva, porque siente. Y también sufre, dice la lideresa uitoto. Sufre cuando la talan, cuando contaminan sus ríos y cuando ven su tierra como negocio. “Y eso es algo muy triste porque, a veces, uno con estos ojos humanos no ve lo invisible: cómo los duendes lloran, cómo los duendes sienten”, comenta.
Desde hace años ha incrementado la deforestación en el territorio Amazónico. Según el IDEAM, entre enero y marzo de 2020, se deforestaron alrededor de 64000 hectáreas de bosque en tres departamentos de la región. Tan solo en Caquetá se talaron más de 25 000, fue el líder de la lista.
En este escenario, el papel de los indígenas como cuidadores del territorio es fundamental. Incluso si las prácticas occidentales han llegado a colarse entre algunos de ellos. Para Carolina Gil, directora noroeste Amazonas de Amazon Conservation Team (ACT), “la gente tiene la sensación de que la Amazonía es una selva uniforme, un poco tierra de nadie, cuando en realidad lo que hay es una convivencia ancestral y tradicional de mucho tiempo. Hay ahí un valor muy importante de los pueblos indígenas como cuidadores reales de la Amazonía. Y me gusta dar datos oficiales: en los territorios de los pueblos étnicos, más del 90.8% de las tierras están dedicadas a bosque. (…) La lógica occidental, de alguna manera, es la que ha terminado degradando y afectando tanto la Amazonía.”
Nazareth Cabrera, dice Rufina Román, es uno de esos granitos de arena que aporta al proceso colectivo del cuidado del Amazonas y el Medio Caquetá. Aunque también sabe que tiene límites, pues el control de las economías ilegales de la deforestación y la minería la tienen grupos armados residuales desde que las FARC abandonaron el territorio tras la firma del Acuerdo de Paz.
“Yo ya estoy viejita entonces sé hasta dónde ir, porque uno también quiere ver sus nietos, quiere ver sus hijos terminar de crecer. Muchos abuelos dieron su conocimiento y murieron de una manera que a uno le duele. Entonces yo me pregunto: ¿para qué sigo hablando si nada se va a hacer realidad?”, dice. Y casi al mismo tiempo se responde. Es el arraigo: el amor por su tierra, por su gente y por su chagra.
El artículo original fue publicado por CAROL SÁNCHEZ en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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