“Yo comía carne de monte una vez cada 15 días, o para alguna ocasión especial, pero en los últimos meses comencé a comerla casi tres veces por semana”, cuenta desde el corazón de Pebas, Edwin Santillán, un profesor que ha pasado casi toda su vida en este puerto de la provincia de Mariscal Castilla, situado en medio de los frondosos bosques del departamento de Loreto. Se llega allí navegando unas 10 o 12 horas en barco por el río Amazonas, desde Iquitos.
Esta ciudad, la más grande de la selva peruana, sufrió durante el 2020 un golpe brutal por la pandemia del Covid-19, al punto que hacia el mes de mayo ya habían muerto 800 personas, sobre una población de 500 mil habitantes. Según la Dirección Regional de Salud de Loreto, la prevalencia llegó a ser del 93 %, de las más altas en el mundo. La población de Pebas también fue golpeada por el virus, aunque no de una manera tan demoledora. Lo que más los impactó fue la escasez.
El ecosistema providencial
Según Santillán, las embarcaciones que venían de Iquitos llegaban solo una vez por semana trayendo víveres, pero en el momento más duro la frecuencia se hizo irregular. Los precios se dispararon y un balón de gas, que normalmente cuesta unos 50 soles (14 dólares) llegó a costar 80. Los deslizadores rápidos, que llegan en cuatro horas a este distrito, también dejaron de venir, porque el nuevo coronavirus viajaba con los pasajeros que venían apretujados en ellos.
“Alguna gente comenzó a usar leña para cocinar”, añade Santillán. Esta venía en parte de los bosques circundantes, donde todavía hay una cantidad importante de especies maderables, como la cumala (Virola sebifera Aubl), el tornillo (Cedrelinga cateniformis) y la lupuna (Chorisia integrifolia). Tan ricos son estos bosques que en el Área de Conservación Regional (ACR) Ampiyacu Apayacu, circundante a Pebas, se han identificado 3500 especies de plantas.
Precisamente la existencia de esta área protegida fue, como sugiere Ana Rosa Sáenz del Instituto del Bien Común (IBC), providencial. “A diferencia de otras zonas de la Amazonía —dice— acá no faltó la comida. Había animales, recursos en el bosque, peces en el río”. El manejo forestal que realizan las comunidades de Nuevo Porvenir y Brillo Nuevo, habitadas por las etnias Huitoto y Bora, se detuvo en el 2020 debido a la pandemia, pero la conservación del ecosistema jugó su papel.
Santillán precisa que en los meses más duros de la pandemia, cuando casi no llegaba nada de Iquitos porque allí se vivía una tragedia sanitaria, los representantes de las comunidades nativas que viven en la zona rural de Pebas llegaban al puerto de la localidad, enclavado en el río Amazonas llevando ‘carne de monte’ (la de animales silvestres), pescado, plátano, yuca. “La gente los esperaba —recuerda—, se subía a los botes y en unos momentos ya no había nada”.
La carne que traían los indígenas de las etnias Bora, Huitoto, Ocaina y Yagua —por lo general salada y ahumada para que se conserve— era especialmente de huangana (Tayassu pecari), sajino (Pecari tajacu), majaz (Cuniculus paca) o venado colorado (Mazama americana). También llevaban peces diversos, como la palometa (Mylossoma albiscopum), el boquichico (Prochilodus nigricans), la carachama (Pterygoplichthys pardalis) o la doncella (Pseudoplatystoma sp.).
No era extraño. En la ACR Ampiyacu Apayacu, creada en el 2010 a propuesta de las comunidades y el Gobierno Regional de Loreto, y con aprobación del Servicio Nacional de Áreas Protegidas por el Estado (SERNANP), la biodiversidad es abundante. En sus 434 129 hectáreas viven aproximadamente 207 especies de peces, 335 especies de aves, 64 especies de reptiles y anfibios, 70 especies de mamíferos.
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Cuando llega el mal
“Antes, para poder cazar animales, un indígena tenía que irse 5 o 6 días y hacer un campamento en medio de la selva”, sostiene Rolando Panduro, indígena bora que preside la Federación de Comunidades Nativas del Río Ampiyacu (FECONA). Vive en Pebas y también es profesor, pero se mueve entre las 14 comunidades nativas de la cuenca del Ampiyacu y el Yaguasyacu, parte de cuyos territorios están colindantes al territorio de la ACR , o en su zona de influencia.
Según cuenta, esas expediciones de caza en busca de los animales silvestres ocurrían cuando el área protegida aún no había sido creada. Al implementar el control, mediante centros de vigilancia ubicados estratégicamente (hay uno en Brillo Nuevo, que se hace por un acuerdo de cogestión con la jefatura de la ACR), lograron sacar a los diversos tipos de invasores, la fauna reapareció y, para encontrarla, bastaba que un indígena “saliera a tres o cuatro horas de su comunidad”. Ya no tenía que irse tan lejos, y por eso la carne de monte no ha faltado en estos meses angustiosos.
La presencia de extraños, sobre todo madereros, causaba un impacto severo en el bosque: deforestación, caza descontrolada, pesca a mansalva, consumo desatado de frutos silvestres, como el aguaje (Mauritia flexuosa) o el ungurahui (Oenocarpus bataua). Las incursiones eran por temporadas, de seis u ocho meses, y eso provocaba enormes consecuencias en el ecosistema. “Ahora ya no hay madereros ilegales”, apunta el líder indígena.
Se fue un problema, pero en el 2020 vino otro: la pandemia. Golpeó severamente a Iquitos y llegó también a esta zona, donde hasta agosto, de acuerdo al IBC, en la cuenca del Ampiyacu ( que forma parte de la ACR) se registraron 912 contagios por Covid-19, sobre una población aproximada de 1700 personas. En la comunidad de Rolando Panduro, Brillo Nuevo, ubicada en la cuenca del Yaguasyacu, la población es de 255 personas; asegura que se contagiaron 152. Sin embargo, no perdieron a nadie.
La tasa de fallecidos en las 14 comunidades de esa cuenca fue de 7 personas (poco más del 1 %). Relativamente baja, algo que los indígenas atribuyen al uso de plantas medicinales como la huacrapona (Iriartea deltoidea) o la sangre de drago (Croton lechleri). A la vez, recibieron alguna ayuda de la posta médica del distrito para combatir los síntomas, de modo que “la medicina vino a ser el complemento” que ayudaba a neutralizar el ataque del virus.
Lo central, sin embargo, fue que en los peores meses de la pandemia (abril y mayo en Loreto), el papel de los indígenas fue fundamental. En cada comunidad se formaron comisiones, que iban una o dos veces por semana a Pebas llevando los productos del bosque (frutos, carne de monte), o de las pequeñas plantaciones (yuca y plátano), así como pescado. Un kilo de carne de sajino podía costar entre 12 y 14 soles, dinero con el que los indígenas compraban aceite, sal, leche, azúcar.
“Si no hubiéramos hecho eso, hubiera sido catastrófico para todos”, sostiene Panduro. Incluso el uso de leña entre los pebanos fue posible porque el bosque no estaba tan impactado. Gracias al manejo forestal, desarrollado con la ayuda de los técnicos del IBC, otras especies que antes estaban destinadas a la comercialización por parte de la comunidad de Brillo Nuevo —como el tornillo, la cumala, la lupuna o la moena (Batocarpus amazonicus)— se fueron hacia el consumo local para la construcción de casas.
Los remolinos de la pandemia
Todo esto no fue fácil. Durante los primeros días de la pandemia, la rigidez se impuso en la zona, acaso porque los contagios en Iquitos se dispararon, y el control policial y militar se hizo férreo. “Los primeros días no salía nadie a vender”, cuenta Shemira Portocarrero, de la etnia Bora, quien se dedica a la comercialización de carne de monte. Aparte del control para que se guarde la cuarentena, había temor por la llegada del virus a lugares donde la atención médica no existe.
Ella es de Boras de Colonia, una comunidad ubicada a unas ocho horas de Pebas en peque-peque, un bote típico de la región que sirve para transportar pasajeros y mercancías, y que funciona con un pequeño motor que hace un sonido muy peculiar.
Al inicio de la pandemia, cuando regía la cuarentena, no circulaban mucho. Tenían que adentrarse en las comunidades más aisladas, donde aún se practica el trueque para abastecerse de productos. De acuerdo a Panduro, un 40 % de la población de las comunidades de la cuenca del Ampiyacu, o de las cuencas vecinas del Yaguasyacu o Apayacu, practican esta modalidad de intercambio, que en estos meses se hizo más intensa.
No ocurrió así en Pebas, donde el dinero se usa normalmente y donde, antes de que se montara el sistema de abastecimiento por parte de los indígenas, los víveres comenzaron a escasear. Lo sabe la señora María Soria, quien tiene una tienda en el pueblo y vende carne de sajino, huangana o motelo (Chenoloidis denticulata), una especie de tortuga amazónica. “No había movilidad. De Iquitos no podían traer las cosas y todas las comunidades se pusieron en alerta”, recuerda.
Algunas familias, de indígenas o ribereños, incluso volvieron desde Iquitos, porque sentían que la situación en esa capital era desastrosa. Lo hacían sigilosamente, a veces en un peque-peque, con el cual surcando el Amazonas podían demorarse más de dos días interminables y agotadores.
Todos comenzaron a usar mascarilla y no salían casi para nada (“yo apenas salía a la puerta de mi casa”), pero como Panduro y Santillán, la señora Soria siente que el intercambio intensificado entre los indígenas y la población de Pebas fue esencial. Hacia julio la tasa de contagios remitió, lo que hizo que la situación allí casi se normalizara, mientras el país entero seguía golpeado.
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La vital conservación
La existencia de la ACR Ampiyacu Apayacu es crucial en esta historia. Si no se hubiera establecido, las consecuencias de la pandemia, en materia de salud y alimentación, hubieran sido terribles. La existencia de carne de monte, tan vital en estos meses, en parte fue posible porque las comunidades vienen implementando un Plan de Manejo de Fauna Silvestre. La zona de trabajo está en las cuencas del Yaguasyacu y el Ampiyacu, que tienen algunas partes en el área protegida, donde la fauna silvestre abunda.
El manejo de la fauna silvestre lo realizan las comunidades de Brillo Nuevo, Nuevo Perú, Boras de Colonia, Puerto Izango y Nueva Esperanza en el Yaguasyacu; y Nuevo Porvenir, Tierra Firme, Estirón de Cuzco, Huitotos de Estirón, Huitotos de Pucaurquillo, Boras de Pucaurquillo, Betania, Santa Lucía de Pro y San José de Piri en el Ampiyacu. Todas pertenecen a la FECONA y las especies a manejar son el majaz, el venado colorado, el sajino y la huangana, así como el añuje (Dasyprocta fuliginosa) y el venado gris (Mazama nemorivaga). La idea es que cada familia disponga de unos 70 kilogramos de carne al mes, parte de la cual es comercializada en Pebas y en ciudades como Iquitos.
El área más específica donde se implementa el manejo de la fauna tiene 317 180 hectáreas que están dentro del ACR y en los territorios comunales, tanto en la cuenca del Ampiyacu como en el Yaguasyacu. Favorece a 628 habitantes de 139 familias, asentadas en las catorce comunidades.
Desde que comenzaron estas acciones de manejo, en el 2016, ha mejorado el ingreso de tales familias. En las cinco comunidades, hay 13 grupos de cazadores, que suman un total de 63 (cada grupo es de hasta cinco personas). Por la venta de carne de monte, cada uno de estos grupos puede ganar hasta 28 000 soles al año, según estimaciones del IBC.
En el caso del proyecto ‘Ordenamiento del aprovechamiento forestal comunitario en la comunidad nativa de Brillo Nuevo’, desplegado desde el 2011 (cuenca del río Yaguasyacu , distrito de Pebas), la idea fue hacer que este aprovechamiento fuera sostenible. Se usan como base “técnicas de bajo impacto en los ecosistemas”, a fin de que se pueda tener productos de mejor calidad al menor costo. Con ello, se mejoraría la calidad de vida de la comunidad.
Mientras no estaba en curso este proyecto, la comunidad vendía los árboles en pie, o en trozas de madera, y si bien tenían cuotas (por ejemplo, 50 trozas de cumala para cada comunidad), no se aplicaban técnicas de manejo, sobre todo porque las propias empresas madereras participaban en el proceso de aprovechamiento del recurso. No se contaba con permisos forestales, aun cuando la propia comunidad había establecido puestos de control, para ver la cantidad de madera que salía.
Después del 2011, ya con el apoyo del IBC, se gestionó el permiso forestal respectivo del Estado. Para solicitarlo, se planteó que las actividades de manejo se harían en base a una zonificación comunal, inventarios y censos forestales. Lograron el permiso por 20 años y actualmente el aprovechamiento se hace respetando la regeneración natural, la conservación y el manejo de los árboles remanentes. No se procede a tumbar el bosque sin control, como antes.
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Cuando vuelva la normalidad
Aunque en el 2013, el proyecto de manejo forestal no arrojó grandes ganancias (solo alcanzó para pagar la mano de obra de los pobladores), en los años siguientes los beneficios aumentaron y comenzaron a entrar ingresos a la comunidad. Incluso se estableció un vínculo con OSINFOR, para que las 17 familias involucradas recibieran capacitación. En el 2020, sin embargo, el proyecto no pudo continuar por la pandemia.
Hoy se teme el probable impacto de la segunda ola en la zona, y sobre todo de la ‘variante brasileña’ del virus. Se han vuelto a usar las mascarillas, porque en las últimas semanas la normalidad en Pebas era tal que ya no se respiraba preocupación. Pero tanto la señora María, como Rolando y Edwin parecen tener confianza en que, si vuelven los problemas, el bosque conservado proveerá. Porque en este lugar de la Amazonía los ecosistemas aún destilan esperanza.
El artículo original fue publicado por Ramiro Escobar en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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