Gunter Yandari se levanta todos los días antes del amanecer, alista su bote y parte de Musa Karusha, comunidad kandozi situada a orillas del río Pastaza en la región amazónica de Loreto. Después de cinco minutos de viaje lo reciben las aguas oscuras del lago Rimachi, que reflejan los primeros rayos de sol.
Los compañeros de Yandari pertenecen a la Asociación de Pescadores Artesanales Katinbaschi —que él preside— y cada mañana lo esperan ansiosos con la pesca del día. En sus redes suelen caer maparates y boquichicos, peces de la Amazonía que luego el líder kandozi acomoda cuidadosamente en las cajas térmicas que lleva a bordo para comercializarlos en Tarapoto.
Hace varios años que la asociación vende su pescado congelado, aunque al inicio las ganancias no eran las esperadas. El precio del hielo impedía el despegue de su negocio, pero dependían de este costo para poder ofrecer un producto fresco en los mercados.
Por eso, en diciembre de 2019, tomaron una decisión importante para las familias de la asociación: construirían una planta de hielo que funcione con energía solar para sortear ese obstáculo económico. Los planes avanzaban muy bien, hasta que la pandemia llegó y la economía de las familias de la comunidad Musa Karusha se vino a pique.
“Durante cinco meses no generamos ingresos, pues no había cómo llevar el pescado a los mercados,” cuenta Yandari.
A esto se suma, según explican los entrevistados para este reportaje, la falta de ayuda desde el Estado para mantenerse a flote y sobre todo para atender el avance del virus.
Zoyla Ochoa, segunda vocal de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), asegura que muchas personas en las comunidades nativas se han contagiado desde la llegada del virus al país. Sin embargo, aunque señala que no puede dar una cifra exacta, indica que hasta hoy muchas “postas [médicas] no cuentan con equipamiento y el estado no ha realizado pruebas ni brindado tratamiento en las comunidades”.
En medio de esta tormenta, tres comunidades indígenas de Loreto, Ucayali y Madre de Dios han buscado nuevos caminos y sorteado grandes obstáculos para poder generar un ingreso para las familias.
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El secreto está en la energía solar
Las aguas oscuras del lago Rimachi en Loreto son un indicador del alto contenido de materia orgánica de sus aguas. Estas condiciones presentes en este vasto espejo de agua son ideales para la pesca en la Amazonía peruana.
Los maparates y boquichicos caen fácilmente en las redes de los pescadores de las comunidades indígenas Kandozi de San Fernando y Musa Karusha. Y cuando no hay veda, las doncellas y paiches ocupan su lugar.
Gunter Yandari está encargado de acopiar el pescado que los 150 miembros de la asociación obtienen diariamente.
“Antes, como asociación, vendíamos solo pescado seco y salado. Los socios sacaban las vísceras y fileteaban el pescado. Luego sus mujeres los salaban y guardaban. Recién después de dos días nosotros acopiábamos,” cuenta Yandari. “Hace cinco años vino a la comunidad una persona que compraba el pescado y lo congelaba. Nos dimos cuenta de que era mejor negocio y empezamos a hacer lo mismo.”
Mantener la cadena de frío para que el pescado llegue fresco a su destino final no es fácil. La carga viaja por dos días dentro de cajas frigoríficas hasta Yurimaguas. Luego, se traslada a un auto que, tres horas después, distribuye el producto en los mercados de la ciudad de Tarapoto
Un detalle más: el hielo que usan para transportar el pescado, sigue la travesía inversa para llegar hasta las comunidades de Musa Karusha. “Cada barra de 30 kilogramos de hielo cuesta 15 soles, incluyendo el plástico y madera que usamos para transportarla. Además, usamos casi cinco galones de combustible. Es demasiado gasto si hablamos de 100 barras de hielo, que es lo que normalmente transportamos cada 10 o 15 días”, explica Yandari.
Además del alto costo, el líder kandozi cuenta que durante el recorrido se derrite casi la mitad del hielo. “Perdemos tiempo y dinero”.
Por esos días de octubre de 2019, Gunter Yandari recibió una llamada de Patricia Meneses, coordinadora de proyectos en Profonanpe, entidad privada sin fines de lucro que capta fondos para desarrollar proyectos en favor de la naturaleza. Meneses llegó con una posible solución para la comunidad de Musa Karusha: construir plantas de hielo con energía solar.
“La implementación de las plantas de hielo se ha dado como parte de un proyecto que busca crear bionegocios basados en la energía solar en la región amazónica,” explica Meneses. “El proyecto desarrolla nueve bionegocios. Trabajamos con 120 comunidades nativas de siete etnias diferentes”, agrega.
Dos de las comunidades con las que trabajan son San Fernando y Musa Karusha. En cada una de ellas, a finales de 2019, se empezaron a construir plantas para producir hielo.
Pocos meses después, en marzo, con el primer caso de COVID-19 en el Perú, el virus se expandió rápidamente a todas las regiones del país y por seguridad el proyecto se puso en pausa.
Yandari, que vive en una de las regiones amazónicas más golpeadas por la pandemia, narra cómo el COVID-19 se trajo abajo la economía de la asociación. “La pandemia plantó el transporte. No podíamos trabajar porque producíamos pero después no teníamos cómo vender”.
Zoyla Ochoa de Aidesep explica que muchas personas no han podido transportarse desde sus comunidades hasta los mercados en los que venden sus productos, pues no tenían mascarillas. “Para nosotros ha sido difícil comprar mascarillas, jabón o alcohol. Todos estos productos han subido de precio pero los productos que vendemos los pueblos indígenas no”.
Cuando empezó el estado de emergencia, se pensó que las actividades podrían retomarse en un corto plazo, pero este se fue extendiéndose mientras la curva de contagios continuó en ascenso.
“Al iniciar la cuarentena, las comunidades se autoaislaron y se tuvo que paralizar la implementación de las plantas de producción de hielo. Aunque ningún comunero falleció, muchos se contagiaron y tuvieron síntomas. Cuando disminuyó un poco el miedo, en julio, se comunicaron con Profonanpe”, relata Meneses. Y cuenta que recién en agosto se retomó la construcción de las plantas y a inicio de este año se terminaron.
Cada planta de hielo funciona con energía solar provista por 120 paneles fotovoltaicos y puede producir hasta 500 kilogramos de hielo al día, cantidad que les permite transportar el mismo peso de pescado diariamente.
De acuerdo al equipo técnico de Profonanpe, las plantas de producción de hielo permitirán que la asociación reduzca sus costos a la mitad, aumente sus ganancias y, a su vez, disminuya la presión en los bosques del área.
Gunter Yandari cuenta que él y el resto de la comunidad tienen grandes expectativas frente a las plantas de hielo, las que por el momento solo han sido utilizadas en una fase piloto. “Ya hemos hecho pruebas con el contratista y las plantas de producción de hielo han funcionado muy bien. La gente en las comunidades está emocionada y ya me pregunta cuándo vamos a empezar a usarlas”.
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Defendiendo los bosques comunales en Ucayali
La llegada del COVID-19 llenó de temor a Nilder Fernández y otros indígenas de la comunidad nativa de Sinchi Roca. No solo por el riesgo de contagio y la falta de atención médica, sino porque temían que la inmovilización le abriera aún más las puertas a los invasores y que estos se sintieran libres para arrasar impunemente con sus bosques.
Para frenar estas incursiones durante la pandemia, la comunidad reforzó su comité de vigilancia, recurrió a drones e imágenes satelitales —tecnología donada por el Programa Nacional de Conservación de Bosques del Ministerio del Ambiente y la organización sin fines de lucro Aider, respectivamente— y salió a patrullar sus bosques. Se comprometieron a continuar defendiendo las más de 30 mil hectáreas que forman parte de su territorio.
“Por la pandemia muchas personas extrañas quisieron ingresar y establecerse en tierras de nuestra comunidad”, narra Fernández.
La comunidad cacataibo de Sinchi Roca está a una hora por carretera del centro poblado de San Alejandro y a menos de tres horas de Pucallpa, la capital del departamento de Ucayali.
Esta cercanía a Pucallpa los ayudó en términos de buena conectividad para las tareas de vigilancia, pero se convirtió también en su principal amenaza por la exposición al virus y la llegada de migrantes.
Las miles de hectáreas de la comunidad están cubiertas por densos bosques donde predominan altísimos árboles de copaiba y quinilla y que son hogar de cientos de especies de animales como el venado colorado, tapir, mono choro y el majaz. Este paisaje natural atrae a invasores de tierras, según narra Fernández, que han llegado a ocupar más de 3 mil hectáreas de la comunidad con la intención de talar áreas boscosas, establecerse y realizar actividades agrícolas.
De acuerdo con la representante de Aidesep, durante la pandemia los invasores, mineros y madereros ilegales han seguido atentando contra la naturaleza y los territorios comunales. Ante la ausencia de las autoridades fiscalizadoras en campo, la comunidad cacataibo de Sinchi Roca, al igual que muchas otras, se vio obligada a defenderse sola.
“Durante toda la cuarentena seguimos con el patrullaje. La comunidad tiene el título de esos terrenos y nosotros hemos hecho respetar eso”, comenta Fernández, quien es además uno de los 17 miembros del comité de vigilancia y control forestal.
Un año antes de que empezara la pandemia, el proyecto Alianza Forestal, desarrollado por Aider en la comunidad, los capacitó en el uso de tecnología, la planificación de los patrullajes y los ayudó a fortalecer la labor del comité.
“Gracias a eso y a las alertas tempranas de deforestación emitidas por el proyecto Alianza Forestal, hemos podido identificar dónde vienen ocurriendo invasiones y realizar intervenciones,” cuenta Fernández.
Marioldy Sánchez, especialista de Aider a cargo del proyecto, cuenta que “más del 20 % de los bosques de Perú se encuentran en tierras de pueblos indígenas amazónicos. Sin embargo, se están perdiendo como consecuencia de la agricultura y la ganadería extensiva, y del avance de cultivos ilícitos”.
La especialista de Aider explica que durante el período de aislamiento obligatorio, el proyecto continuó brindándoles información a las comunidades sobre nuevos puntos de deforestación en su territorio a través de un sistema de alertas tempranas que utiliza imágenes ópticas y de radar. “Les hemos estado dando alertas vía telefónica durante todos los meses en los que el equipo del proyecto no podía realizar las visitas de asistencia técnica”, explica Sánchez.
Además de las alertas tempranas de deforestación, el proyecto siguió enviando materiales, insumos y alimentos para que los integrantes del comité de vigilancia no detengan los patrullajes. Tampoco la implementación de viveros, ni la instalación de parcelas agroforestales y plantaciones forestales, actividades que benefician a 60 familias. Entre las especies maderables valiosas que están recuperando están el shihuahuaco, la capirona y la caoba, y a los sistemas agroforestales han sumado el cacao.
De acuerdo con Sánchez, el proyecto continuó durante estos meses sobre todo porque la comunidad estaba organizada, lo cual les permitió continuar con sus actividades. “Ellos aprendieron a registrar hallazgos de sus patrullajes, manejar viveros, a hacer injertos y a plantar. Es por ello que el proyecto pudo continuar”.
Y esto le permitió a la comunidad de Sinchi Roca operar de una manera más autónoma. “Siguiendo todos los protocolos e indicaciones del gobierno, así como los protocolos establecidos por la comunidad y Aider, continuamos el envío de materiales, así como los incentivos económicos [por los patrullajes] que se habían comprometido para esta actividad. Durante esos meses que para muchas comunidades fueron muy difíciles, esto representó una fuente de ingresos”, precisa Sánchez.
A pesar de la pandemia, la comunidad ha logrado producir la cantidad de plantas en vivero que se habían trazado como meta al inicio del proyecto. En enero, además, pusieron en marcha la segunda campaña de plantación agroforestal. Mientras tanto, tienen a la tecnología como aliada para seguir monitoreando su territorio y las amenazas de invasores.
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Mascarillas con diseños Yine en Madre de Dios
Arli Sebastián estaba en Puerto Maldonado cuando se decretó la cuarentena total a nivel nacional. Había dado a luz a su primera hija un mes atrás y estaba esperando el mejor momento para volver a Monte Salvado, la comunidad Yine a la que pertenece. Cuenta que en cuanto pudo, se subió a un bote y surcando el río Madre de Dios volvió a casa.
En Monte Salvado, al igual que en muchas otras comunidades, decidieron autoaislarse para evitar el contagio y la propagación del virus. En un inicio, narra Sebastián, esta medida los protegió de la llegada del COVID-19. Dentro de la comunidad se sentían a salvo y la mayoría no veía la necesidad de usar mascarilla.
Sebastián, sin embargo, se vio obligada a volver a Puerto Maldonado por seguridad. “Cerca de Monte Salvado viven los Mashco Piro, una comunidad en aislamiento voluntario. En el mes de abril los Mashco Piro atacaron a personas de mi comunidad. Perdí a un familiar y otro quedó herido. Yo estaba con mi bebita que en ese momento tenía dos meses y, por seguridad, vine con ella a Puerto Maldonado”.
En Puerto Maldonado se encontró con que usar mascarilla no era una opción, sino una obligación.
Fue en ese momento en que a Arli Sebastián se le ocurrió hacer mascarillas, utilizando diseños tradicionales Yine, para usarlas ella misma.
“Comencé a dibujar diferentes diseños. Tenemos registrados 32 diseños diferentes que están relacionados con la naturaleza, especialmente con animales. Comencé a usar mascarillas con estos diseños porque ellos nos identifican como pueblo Yine”, narra Sebastián. Los diseños yine fueron declarados Patrimonio Cultural de la Nación en el año 2019.
Hasta ese momento no tenía en mente venderlas, hasta que se topó con Pavel Martiarena, un fotógrafo de Puerto Maldonado al que conocía, y este la animó a emprender un negocio.
“Pavel vino a mi casa, tomó fotos de mi trabajo y las subió a las redes sociales. Decenas de personas empezaron a llamarme y a preguntarme por las mascarillas porque querían comprarlas”, indica.
Arli Sebastián ha vendido hasta el momento más de 600 mascarillas con diseños Yine. Cuenta que la mayor parte de ellas las han comprado personas de Madre de Dios pero que también ha realizado envíos a Lima, Tingo María, Huánuco, Cusco, Junín, Jauja y Pucallpa.
Además, explica que desde hace cinco años pertenece a la asociación de artesanas Mashko Yine, conformada por mujeres de su comunidad y que, gracias a la popularidad de sus mascarillas, han empezado a vender camisas, manteles, carteras y otras artesanías con diseños tradicionales que producen. Esto ha permitido que las 10 mujeres que forman parte de la asociación generen ingresos durante la pandemia.
“En este momento estamos mejorando las mascarillas”, cuenta Sebastián. “Ahora las producimos con tres capas, una de ellas con tela notex, que es la que usan para hacer las mascarillas quirúrgicas. Nuestras mascarillas son reutilizables, así que al usarlas protegemos también el medio ambiente.”
De acuerdo con la Organización Panamericana de la Salud, los pueblos indígenas se encuentran entre los más vulnerables frente al COVID-19. Ochoa lo confirma y cuenta que “la atención sanitaria no está llegando a las comunidades nativas y las postas, hasta el día de hoy, no están implementadas. No tienen medicina, enfermeros ni doctores que los asistan en esta segunda ola que empieza en Perú”.
Las historias de Gunter Yandari, Nilder Fernández y Arli Sebastián, sin embargo, dan esperanza en medio de esta crisis sanitaria. Nos recuerdan además lo importantes que son la naturaleza y la cultura para estas comunidades, que en sus casos, han sido factores clave para sacar adelante contra viento y marea sus proyectos.
El artículo original fue publicado por Talía Lostaunau en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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