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La revista “Life” en 1956 publicó un reportaje titulado “Un nuevo giro para la sociedad”. Se refería a la ‘novedosa’ práctica de yoga entre la aristocracia estadounidense. Las imágenes mostraban al yogi B.K.S. Iyengar (el mismo al que Google le dedicó un doodle) contorsionándose junto a sus elásticos alumnos.
Hay distintas razones para acercarse a la práctica del yoga. A veces, es una vía de escape, un espacio de una hora -o algo más- en el que podemos olvidarnos del tráfico, el mal de amores, el estrés del trabajo. Otras veces, es una distracción, un pasatiempo en nuestra curiosidad por la vida fitness, una clase que se toma cuando uno ya intentó nadar, correr, levantar pesas, hacer zumba. Para algunas otras personas, es una filosofía de vida, un plan que incluye abandonar el cigarro, las comidas procesadas, las proteínas de origen animal. Hay quienes le entregan a un gurú su cuerpo, pero también su forma de saludar y despedirse, quienes hacen de sus mañanas un eterno saludo al sol.
El yoga puede ser tan pop como un viaje de los Beatles a la India o tan espiritual como una excursión a Tierra Santa. Puede ser un negocio multimillonario o una tabla de salvación ante la depresión, el insomnio, el encarcelamiento. En el 2012, los estudios de yoga y pilates eran en Estados Unidos la cuarta industria de mayor crecimiento, después de las universidades privadas, la manufactura de paneles solares y los fármacos genéricos, según la empresa de mercadeo Ibis World. Un estudio calculó que cada año se gastan dos mil quinientos millones de dólares en clases de yoga. Hace cuatro años, había cuatro mil escuelas de yoga en Norteamérica y The Economist reportó que incluso en Irán hay más de doscientas. En Latinoamérica también hay profesores estrella en Instagram y distintas cadenas de gimnasio que ofrecen clases de esta disciplina supuestamente milenaria entre sesiones de spinning y asesorías de reducción de peso.