Natalia Parodi: "El reto de decir lo que piensas"
Natalia Parodi: "El reto de decir lo que piensas"
Redacción EC

En una velada con los padres de su novia, la mamá de ella le preguntó a Rolf si le había gustado la cena. Él respondió ‘Estuvo bien, pero otras veces ha salido mejor’. Rolf es alemán. Cuando una amiga le pidió que opinara sobre su aspecto físico antes de ir a una fiesta, Kristiina le dijo que con ese vestido se le veía gorda y que debería ponerse otra cosa y bajar de peso. Kristiina es finlandesa. En un restaurante de Barcelona mi prima llamó al mozo y le dijo ‘¿Podría, por favor, traerme una coca-cola? A lo que él respondió de forma seca y tosca: ¿Cómo no voy a poder? Él era catalán.

Algunas veces en el encuentro con personas de otras culturas me he topado con esta forma de sinceridad. Y me sorprendí de notar que lo que para mí como peruana podría haber sido una falta de educación, para personas de otras sociedades se considera simple y llana franqueza.

Se dice que los peruanos somos muy cálidos, muy amables. Y por otro lado, nos señalan que le damos muchas vueltas a las cosas y no vamos al punto. O que usamos mucho los diminutivos y que intentamos suavizar y minimizar todo lo que decimos. Que no somos directos.

Quizá el encuentro con personas de otros países nos hagan notar la diferencia entre lo toscos que son ellos y lo cautos que somos nosotros, pero más allá de lo cultural, me quedo reflexionando en lo difícil que nos puede resultar a veces ser transparentes. Decir lo que sentimos, lo que pensamos y lo que queremos podría ser tan fácil y simple, sin embargo no lo es.

Tememos quedar mal, cuidamos de no herir al otro, somos muy conscientes (a veces demasiado) de cómo se ve y se oye lo que estamos transmitiendo. Y entonces salen a escena la diplomacia, la sobreprotección y la hipocresía. Cada una desempeña un papel.

Al interactuar con distintos extranjeros, a menudo me ha chocado su forma cruda y directa de decir algunas cosas. En distintas ocasiones lo he sentido como falta de tacto, otras de consideración, de sensibilidad o de empatía. Sin embargo, cuando he comentado este tema con ellos, sus  argumentos me han hecho darme cuenta de que tienen algo de razón. ¿Qué sentido tiene halagar una comida que en realidad no te ha gustado? ¿Esa persona quiere oír una mentira o quiere saber si realmente su plato le salió bien? ¿O por qué le vas a decir a tu amiga que se ve bien si ella quiere saber lo que piensas realmente? ¿O para qué fingir que disfrutas una fiesta cuando en realidad ya te quieres ir? Es decir, ¿para qué decir algo que no es lo que pensamos?

De lo que hablamos en el fondo es de lo poco libres que a veces somos. De cómo sometemos lo que queremos y pensamos, para que se ajuste a una mayoría que impone una única manera de ver y entender las cosas, en lugar de permitir las diferencias. Pertenecemos a una sociedad demasiado susceptible, donde si no me dicen lo que quiero escuchar, me resiento, me ofendo, lo tomo personal. Cuando en realidad el otro tiene derecho a tener una perspectiva distinta, a gustarle otro tipo de cosas, a discrepar conmigo. A ser diferente.

Este tema es particularmente relevante en estos tiempos, dada la grave, y más vigente que nunca, discusión que se sigue suscitando en torno a la libertad de expresión. Quizá decir lo que uno piensa en nuestro país en realidad asusta, porque podría tener consecuencias fatales. Quizá parte de nuestra herencia colonial es vivir sintiendo que tenemos una libertad limitada. Quizá la hipocresía ha sido por siglos una forma de sobrevivir en una realidad vulnerable.  Quizá decir lo que pensamos es un acto de valientes. Y quizá sea momento de darle a la sinceridad y a la verdad el lugar importante que les corresponde, sin sentirlas agresivas ni con falta de cariño, sino con libertad y respeto, entendiendo que nos ayuda a madurar, como individuos y como sociedad.

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