Parodi: "Elizabeth Zavala… o los héroes de la vida cotidiana"
Parodi: "Elizabeth Zavala… o los héroes de la vida cotidiana"
Redacción EC

2:30 a. m. Me reciben en el área de emergencia. Estoy adolorida y asustada. No hay mucha gente, pero paso al lado del portero, el recepcionista, una enfermera, un especialista. Los últimos hablan de mí. Son expertos y están acostumbrados. Esto que a mí me duele y asusta para ellos es cuestión de rutina.

Entran, salen. Los minutos avanzan y me siento peor y muy sola. El lugar a oscuras parece deshabitado. El médico ya llega, dicen.

El dolor se expande, sudo y tiemblo. Me señalan dando instrucciones, me voltean, me auscultan. Aprieto los ojos. Ya no puedo más. Y de pronto hay un cuerpo maternal y amable parado frente a mí que me sostiene con suavidad. Alguien se ha detenido a abrazarme. Y por fin siento que todo va a estar bien. ¿Cómo te llamas?, le pregunto. Elizabeth Zavala.

Al día siguiente, –ya repuesta, tranquila y en buen estado– pregunté por ella. Me dijeron que su turno había terminado y volvería en tres días.

No la vi más. Tampoco la recuerdo bien. Solo me queda la sensación de su abrazo y una vaga imagen que registré débilmente en la madrugada. No la conozco. No sé si en su día a día es la amorosa mujer que me sostuvo cuando estuve frágil, o si quizá suela ser más parca.

Su trabajo seguro que no incluye abrazar a desconocidos. No sé si es madre. No sé si es feliz. Si tiene problemas. Si tiene tiempo para pensar en los demás. Pero no me importa. Lo que sé me basta. Fue quien estuvo ahí para mí en el momento y lugar precisos. Fue quien me calmó en medio de la desesperación. Ella fue por unos instantes la heroína que yo necesité.

No es común, pero no es la primera vez que me pasa. De chica hubo también una persona que, al verme aterrada y en ataque de nervios después de que unos ladrones me atacaran, se acercó para calmarme y me abrazó. Cuando lo logró y tomé conciencia de que estaba en brazos de un extraño, le increpé quién era y me dijo ‘Tranquila, yo soy tu ángel de la guarda y te voy a cuidar hoy día’. Lo miré con desconfianza, pero no se fue hasta asegurarse de dejarme en buenas manos.

Así pasa a veces en las calles. Miles de personas caminamos por ahí sin saber lo que viven los de al lado.

A primera impresión es una masa. Mirando con más detalle, somos miles de historias cruzándose todo el tiempo. Alegrías, tristezas, angustias. Algunos vienen del banco sudando porque el dinero no alcanza, otros del cementerio de haber visitado a alguien a quien aún no le tocaba morir, otros de una reunión con alguien que los quiere enjuiciar, o de haber recibido una mala noticia del médico. Y de pronto se cruzan con un desconocido que les sonríe. O que les dice ‘disculpe, señor, se le cayó este sobre’, y se lo devuelven. U otra persona que le cede el paso en hora punta. Y ese pequeño gesto, en un día fatal, puede hacerle a cualquiera recuperar la fe y las ganas de estar bien.

Para quien brinda un gesto así es tan insignificante que lo más seguro es que lo olviden horas después y que jamás recuerden el rostro de aquel desconocido ni la circunstancia en la que nos encontramos. Pero para quien recibe, puede hacer una gran diferencia.

El rostro de Elizabeth Zavala lo recuerdo vagamente. De madrugada y a oscuras, maltrecha y cansada, no fue fácil lograr un registro visual. Del ‘ángel de la guarda’ de mi adolescencia, nunca supe nada más. Tampoco recuerdo su rostro. Pero nada de esto importa porque nunca me voy a olvidar de ellos. Su compasión y su sensibilidad llegaron en el momento preciso. Inspiran y siembran el deseo de retribuírselo a alguien, de no cortar el fluir de esa cálida humanidad. Y un día como hoy, los sigo recordando. Gracias.

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