Terremoto en el sur. Damnificados en Pisco permanecen en las calles. 
FOTO: LUIS CHOY /EL COMERCIO
Terremoto en el sur. Damnificados en Pisco permanecen en las calles. FOTO: LUIS CHOY /EL COMERCIO
/ LUIS CHOY
Ricardo León

No solo en un poema de Vallejo el cadáver siguió muriendo. Mabel Martínez murió por primera vez cuando una pared de adobe la aplastó en Pisco. Volvió a morir cuando dejó de respirar el niño que llevaba en su vientre. Murió una vez más cuando no hubo alguien que la recogiera de la carretilla en la que colocaron su cuerpo en un pasadizo polvoriento del hospital de Essalud del golpeado puerto. Y otra vez siguió muriendo cuando nadie pudo comunicarle la desgracia a su esposo que estaba en Huancayo sin saber nada y que sigue en Huancayo sin saber nada porque la madre de Mabel no consiguió llamar a una radio por las malditas interferencias telefónicas. Falleció por penúltima vez cuando la desalojaron de su carretilla fúnebre para colocar ahí a un herido grave que sí podía ser salvado.

La última vez que murió Mabel fue cuando su padre se encontró con dos periodistas de este Diario y les dijo: “Señores, no hay más ataúdes en Pisco, ¿qué hago? Díganme”, masticando lisuras y señalando con el dedo un bulto desparramado en la vereda. Era el cuerpo de Mabel.

El dolor después del dolor

Nadie murió en Pisco una sola vez. A las 6:40 minutos de la tarde del miércoles se celebraban los últimos minutos de una misa en la iglesia San Clemente, en la Plaza de Armas del distrito. La misa de las seis. El sacerdote ya estaba a punto de decir vayan con Dios cuando la Tierra tembló y la tierra los cubrió.

A la mañana siguiente se podía ver cadáveres sentados en las bancas aplastadas. Esos cadáveres estuvieron ahí más de 12 horas. Eso es como morir dos veces. Y después los sacaron y los recostaron en el piso de la plaza para que familiares, curiosos, chismosos y morbosos los observaran girando las cabezas según el grado de deformación de los cuerpos, como si estuvieran en la vitrina de una juguetería. Ni siquiera las dos señoras que sobrevivieron al salvaje desplome durante quince horas y que fueron rápidamente evacuadas tenían tantos curiosos alrededor. Eso es como morir tres veces. Uno de los cadáveres pasó varias horas sin que nadie lo reclamara; tenía la cabeza de la mitad del tamaño de una cabeza normal, producto de toneladas de piedras y adobe que le cayeron encima. A su costado, yacían dos niños, uno de ellos no mayor de dos años y con sus pies pequeñitos y delgaditos y bonitos fuertemente encogidos, como una última señal de angustia. Eso lo vieron el presidente Alan García (cara de estrés), el primer ministro Jorge del Castillo (cara de desesperación), el presidente del Congreso, Luis Gonzales Posada (cara de impotencia) y ninguno de los tres supo bien qué decir ante semejante panorama. Quizá no había nada por decir. Eso fue como morir cuatro veces, cuatro millones de veces.

Tristezas perpetuas

El sur del país es una orgía perversa de incoherencias, como si el terremoto hubiera desajustado el orden natural y básico de los eventos. Unos llegaban desde Lima y otros huían lo más lejos posible; los primeros para ubicar a sus familiares y los segundos para ver por dónde coger el cerro para desde él comenzar a vivir de nuevo: sin casa, sin trabajo, sin ciudad y a veces sin parientes. Algunos sin muchas ganas de empezar desde ese cero, que equivale a dejarse llevar, que equivale a sentarse al lado de una carretera a decidir entre ir y venir, recoger o dejar, llorar o morir, replantear o morir, resistir o morir, vivir o morir.

Es incómodo para quien redacta esta página mencionar la palabra muerte y sus derivados a cada momento, pero es algo que no se puede evitar. Podría hablarse del valor de la vida o de lo que supuestamente queda de vida, pero no hay palabras cerca y menos aun cuando con cada una de los cientos de réplicas que hay en el sur del país aparece el brutal recuerdo de lo recientemente visto o la idea prematura de lo que aún podría llegar a ver, si a la naturaleza le da la gana.

En Chincha, por ejemplo, Óscar Saldaña buscaba con la mirada a alguien que solo quisiera escuchar su pequeña historia. “Mi hija ha muerto”, dijo por fin. “Siete años”, agregó. “Aplastada”, comentó. “La tienen en un cuarto y no sé cómo llevármela”, se quejó. Estaba en un pasadizo del hospital San José que olía a sangre coagulada, buscando oyentes con la mirada, cuando llegó el ministro de Salud y su comitiva y varios periodistas que lo siguieron en cada paso que daba. Óscar tenía de pronto decenas de oídos a los cuales narrarles su historia, pero solo uno que otro le hizo caso. El ministro y las decenas de personas con oídos se fueron y Óscar decidió juntar su fuerza en las mandíbulas para no llorar mucho y se apoyó de cuclillas en un muro del hospital, silencioso, rumiándose a sí mismo.

En La condición humana, André Malraux describió las ideas que atraviesan la cabeza de un padre emocionalmente desmantelado que acaba de perder a su hijo. “Es como el suicidio de Dios”, escribió. Es como la más absurda de las incoherencias. Igual a lo que se vio en el sur del país en los últimos dos días.



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