Siete décadas cumple una de las joyas culinarias más queridas del Perú: el pollo a la brasa. Su recorrido gastronómico comenzó en Santa Clara y se ha ramificado por todo el mundo, bocado tras bocado. El camino nos ha dejado marcas muy familiares, como La Granja Azul, hasta llevarnos a la ‘pollo dependencia’: al año comemos 144 millones de estos potajes, por lo menos.
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Y aún con el impacto del coronavirus, que obligó a varias pollerías de país a suspender su atención durante el estado de emergencia, los peruanos no quisieron dejar atrás el consumo tradicional de pollo a la brasa y lo convirtieron en uno de los má pedidos por el servicio de delivery con los protocolos autorizados por el Gobierno. De hecho, en su primer día de operaciones en cuarentena, Roky’s registró una elevada demanda de pedidos que obligó a la cadena de pollerías a suspender las programaciones; y retomar los pedidos al día siguiente
A continuación, hacemos un recorrido de cómo nació este plato bandera y de qué forma creció hasta convertirse en el éxito de hoy.
EL ORIGEN
Gringo loco, le dijeron a Roger Schuler, cuando allá por 1949 decidió tirar abajo las paredes de su casa -en Santa Clara- para ampliar su recién inaugurado restaurante, La Granja Azul. Poco antes había comenzado su negocio con sólo tres mesas, en el patio exterior de su vivienda campestre, ofreciendo a los comensales pollo a la parrilla, cocinado al aire libre, de un modo similar a como se hacen los anticuchos.
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Resulta que a la gente del lugar le gustó, y pronto uno de sus clientes le pidió que le preparase una comida para 30 personas. Obviamente, el grupo no cabía en tres mesas, así que, sin pensarlo mucho, les hizo el espacio correspondiente (aunque se quedó sin sala). Entonces, él no tenía idea de que con esa decisión gestaría lo que hoy es nuestro plato bandera: el pollo a la brasa. Pero, bueno, nadie sabe que una locura provocará luego una genialidad hasta que esta, con el tiempo, se concreta.
Así que, sin tener muy claro lo que vendría después, y guiado sólo por la convicción de que su apuesta funcionaría, Schuler adaptó su pequeño restaurante y atendió a sus 30 comensales. De más está decir que todos terminaron contentos, y que la demanda creció enseguida. Al darse cuenta que la fórmula del pollo a la parrilla funcionaba, el fundador de la Granja Azul llamó a un amigo y compatriota suyo, el suizo Franz Ulrich (un ingeniero mecánico especializado en el mundo de los ascensores) y le pidió que lo ayudara fabricando una máquina capaz de cocinar varios pollos a la vez, la mayor cantidad posible. El experto encausó su conocimiento sobre engranajes y poleas, y le presentó a Schuler un horno que funcionaba a carbón y podía trabajar con 60 pollos, a través de un proceso que emulaba al sistema solar (traslación y rotación, para mayor referencia). Se trataba de hacerlos al calor de las brasas. He ahí la receta del potaje que motiva este informe. Han pasado siete décadas desde aquella fecha y vaya que a los peruanos nos gustó: en la actualidad, consumimos 114 millones de este plato cada año, según Miguel Castillo, propietario de la cadena de pollerías Las Canastas. “Somos pollo dependientes”, nos explica. ¿Quién se lo puede negar?
EL RANCHO DORADO
Pero no quememos etapas. La década del 50 vio crecer a La Granja Azul y también a otros restaurantes dedicados al pollo a la brasa. En 1955, por ejemplo, abrió sus puertas El Rancho Dorado (en Miraflores), primero para atender a los comensales en sus respectivos autos –una suerte de servicio ‘para llevar’ - y ya luego in situ, tras haber acondicionado mesas y hasta un espacio para ‘shows’ en vivo. Para esa época, Miraflores todavía se consideraba un distrito de campo, al igual que Santa Clara, por lo que la experiencia de nuestro plato bandera también estaba vinculada a una salida ‘fuera de Lima’.
Por esos detalles, en sus inicios el pollo a la brasa no era considerado un potaje popular. Primero, porque era costoso. “Por aquellos años, la gente comía gallina de manera cotidiana, ese era el platillo de las masas”, acota el periodista gastronómico Pedro González Toledo. Segundo, porque para poder adquirirlo uno tenía que movilizarse fuera de la zona urbana, así que por lo menos necesitabas un auto propio para llegar a Miraflores y, con mucha mayor razón, para visitar Santa Clara, al este de la ciudad.
EL AVANCE DE LOS 60 Y 70
Las cosas comenzaron a cambiar una década después, desde los años 60. Aquí entra a tallar un personaje fundamental para la expansión de las pollerías en nuestra capital, a lo largo de todo el Perú y, por qué no decirlo, también en el extranjero. Se trata de Heriberto Ruiz, quien, tras haber trabajado algunos años como ayudante de Franz Ulrich, decidió independizarse para probar con la fabricación de sus propios hornos de pollo a la brasa, con su empresa Ruiz Hermanos, hoy convertida en un ícono de esta industria. “Decidí hacerle algunos ajustes (digamos, tecnológicos) al horno que fabricábamos con Ulrich. Fue más por necesidad, pues fabricar desde cero, creando mis propias piezas, como hacia mi maestro, era carísimo. Entonces opté por adaptar ciertas autopartes y acomodarlas a mis hornos y, en el proceso, encontré algunas eficiencias que lo hacían más barato”, nos cuenta.
Con una cocina más económica, comenzaron a aparecer pollerías en distritos más populares. Es así que vimos nacer El Gordo (en La Victoria), SOS (en La Herradura), La Caravana (en Pueblo Libre) y Se salió El Pollo (en Chucuito). Además, en paralelo, abre sus puertas en Chaclacayo otra marca emblema de este plato bandera: El Chalet Belga, que aún opera en la actualidad.
SURGE EL ‘BOOM’
Lo cierto es que todo confluyó para que en los 80 se diera la explosión masiva que popularizó el pollo a la brasa a nivel nacional. Es en esta década que se consolidan cadenas como las conocidas Norkys y Rockys, por ejemplo. Miguel Castillo, que fundó Las Canastas en 1987, recuerda otra característica importante de este período: se comenzó a hacer costumbre comer el crujiente pollo desde el almuerzo. Aunque suene obvio por estos días, antes este potaje estaba más asociado a la cena: cuestión de tradiciones y costumbres culinarias, qué vamos a hacer. El caso es que probarlo desde el mediodía también provocó el ‘boom’.
En este punto, y escapando un minuto del tema central de nuestra nota, vale la pena preguntarnos si este providencial cambio de costumbre en el consumo del pollo a la brasa puede servir de evidencia a los empresarios del ceviche (otro de nuestros platos blanquirrojos de fama mundial), para que, por fin de manera sostenida, apuesten por extender la oferta de su platillo hacia las noches. Total, ya el comensal peruano ha demostrado que puede cambiar su itinerario gastronómico, por decirlo de alguna manera. Lo dejamos ahí.
POLLO PARA TODOS
Hoy no existe sitio en el mundo donde no se coma pollo a la brasa. Su consumo ha llegado países tan lejanos como Arabia Saudita, nos confirma Heriberto Ruiz, que exporta un promedio de 30 hornos mensuales a todas las partes del globo. “He vendido a toda América, a Europa, al Asia e incluso al Medio Oriente”, refiere el fabricante, que hasta el 2019 –antes de la actual crisis sanitaria- compartía mercado con otros 200 competidores en La Victoria, donde están sus talleres.
Así las cosas, hasta antes de la pandemia, los empresarios consideraban que el futuro de este plato peruano es bastante alentador. Naturalmente, ya estaban pensando cómo popularizarlo todavía más, internacionalmente. Miguel Castillo nos contaba que está trabajando en formatos innovadores, como la causa de pollo a la brasa, y vaya que lo concretará, pues ya antes ha presentado los ravioles de pollo a la brasa, y, antes incluso, las empanadas de pollo a la brasa. “Tenemos que prepararnos y adaptarnos a lo que pueden ser los nuevos perfiles de consumo global, ofreciendo productos que sean fáciles de preparar y maniobrar, por ejemplo en el canal del delivery”, nos explica.
Sea esa la fórmula u otra, no hay que dejar de apostar a ganador. Mantener la actitud emprendedora de los inicios. “Mi padre llegó a atender hasta 3.000 personas en un sólo día con La Granja Azul”, recuerda Jimmy Schuler, quien compartió con Roger más de una década de trabajo en este restaurante y en el hotel El Pueblo, que también fue parte de su familia, en sus inicios. Hoy Jimmy maneja el restaurante El Pillo, también ubicado en Santa Clara, tratando de emular paso a paso lo que aprendió de su padre. “Y si hay que romper paredes, pues las rompemos, ya hemos visto hasta dónde nos puede llevar eso”, aclara. Y sí, ya lo hemos visto.
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