José Carlos de la Puente Luna
José Carlos de la Puente Luna

Por José Carlos de la Puente Luna

Dos proyectos de ley, hoy ante la Comisión de Educación, Juventud y Deporte, proponen la creación de un Colegio de Historiadores del Perú. Los textos, una suma de vaguedades, lugares comunes y sinrazones torpemente inspirados en normas existentes y fantasías totalitarias, evidencian la ligereza con que algunos congresistas avalan iniciativas cuya problemática ignoran completamente. Estas propuestas se han llevado a comisión sin ningún diálogo serio y democrático con la vasta comunidad directamente afectada —los historiadores peruanos, organizados en torno a escuelas, especialidades, grupos de estudio, publicaciones y asociaciones de diverso tipo—, cuya capacidad para pensar, debatir y escribir la Historia libremente se busca ahora reducir al absurdo.

Tanto el proyecto nº 1275/2016-CR del congresista Justiniano Apaza, como el proyecto nº 1518/2016-CR del congresista Joaquín Dipas imponen la licenciatura y la colegiatura como requisitos obligatorios para el ejercicio de la profesión. Delegan así en un todopoderoso Colegio y en quienes recién empiezan la carrera el “vigilar y ejercer control” sobre qué constituye el correcto ejercicio de la profesión, encomendándoles “sancionar” a quienes, por sus quehaceres, investigaciones u opiniones, no se ajusten a dicha definición.

En buena cuenta, grandes historiadores como María Rostworowski o Jorge Basadre, quienes nunca estudiaron Historia formalmente —y menos se licenciaron—, no habrían podido serlo en un escenario así. El Colegio se lo hubiera impedido a ellos y a los muchos otros que hoy hacen Historia desde diversas disciplinas o que, bachillerato, maestría o doctorado en mano, trabajan en los más diversos y fructíferos campos, aunque no tengan la licenciatura.

El tipo de sociedad que imagina el puñado de profesores y alumnos que ha impulsado irresponsable y soterradamente estas iniciativas es muy peligroso. Los proyectos traicionan las demandas muy válidas y acuciantes de cientos de graduados en Historia, ofreciendo una supuesta solución —un puesto de trabajo en el Estado— que no pueden garantizar. Peor aun, sus promotores explotan esos reclamos en su propio beneficio. Un Colegio de Historiadores fomentaría el desarrollo de una camarilla cuyo principal mérito para llamarse oficialmente “historiadores profesionales” y trabajar como tales sería su enquistamiento en una burocracia estatal innecesaria, antiintelectual y antidemocrática. A algunos congresistas esta dañina combinación de populismo, clientelismo y autoritarismo les parece una buena idea.

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