San Antonio me trae recuerdos de infancia. De tardes de domingo con mi abuelo. De cucuruchos cubiertos de chocolate rellenos de fresca chantillí. De garrapiñadas. De empanadas de carne contundentes con gotas de limón fresco, recién cortado. Su expansión lo acercó de muchas formas a tanta gente. No solo en espacio sino también en oferta. El local de la Av. Angamos me hace recaer una y otra vez, si no es para beber un café para pedir un delivery, incluso antes de que se instauraran los hoy famosos motorizados. Sus generosas ensaladas hacían palidecer a las de la competencia. Sus precios iban, de cuando en cuando, de acuerdo con las cantidades. Y sus ratoncillos cubiertos de azúcar lograban que me espabilara una tarde cualquiera y me arriesgara a una caminata por ese antojo dulce de niñez.
Pero San Antonio creció y la concentración de sabor y frescura se difuminó. Al menos así lo he sentido las últimas veces que acudí a la cita para el lonche, para el almuerzo, para la revisión que ocupa esta columna. No sé qué sucede con muchos locales limeños que cuando deciden ir a lo grande terminan descuidando procesos, apurando pasos y hasta cometiendo errores que por su experiencia ya no deberían repetir.
Las ensaladas de San Antonio son cada vez menos crujientes, llegan a mala temperatura, con vinagreta tan espesa y densa que tapa cualquier atisbo de sabor de los vegetales.
Pero San Antonio creció y la concentración de sabor y frescura se difuminó.
Es uno de los campos en los que más variedad tienen, es por lo que mucha gente acude y, sin embargo, por citar un ejemplo: en una Padovana se observa abundancia de lechugas, un pollo que arrastra un sabor a guardado, un corazón de alcachofa frío que duele morder. La triste experiencia se repite con una butifarra apagada y sin brillo, un mixto sin gracia, un quiche donde la masa se plantea gruesa y el relleno indescifrable, y en un pastel de choclo que tiene la textura de una polenta cuando se le deja cuajar.
Las empanadas, eso sí, siguen siendo las mismas, de masa delgada, espolvoreadas ligeramente con azúcar impalpable, rellenas de una suerte de masa de carne en la que no se distinguen ingredientes, salvo el huevo. ¿Es la fórmula correcta? Es la fórmula clavada en nuestra memoria y quizá por la que se vuelve siempre. Los pasteles, a pesar de las masas nuevamente gruesas y algo secas, sí saben cómo guardar la frescura de sus cremas: la pastelera y la chantillí no presentan problemas y alcanzan el punto preciso.
La carta larga, los anaqueles reventando de productos, la abundancia de opciones que incluso en la caja hace que caigas por “ese chocolatillo”, apunta al gusto peruano, más precisamente el limeño. Ese mareo que busca el comensal de tener todo de dónde escoger pero nada puntual de excelente calidad. Quizás esa sea la opción de San Antonio. Entrar por los ojos, brindar exceso, mantenerse en ese punto medio que calma el hambre y justifica el precio. Desde este humilde punto de vista, con las herramientas que posee y ante tanta competencia de calidad que existe actualmente (sobre todo en constante renovación por temporada), podría reducir sin dramas la mitad del menú y enfocarse en mejorar procesos, atender y explorar temporadas. Ah, y ponerle más punche a la calidad del café, total, por eso lo frecuentan tantos.
Con las herramientas que posee y ante tanta competencia de calidad que existe actualmente, podría reducir sin dramas la mitad del menú y enfocarse en mejorar procesos, atender y explorar temporadas.
*Paola Miglio es periodista y Academy Chair para los Latin America’s 50 Best Restaurants 2019.
CALIFICACIÓN
Tipo de restaurante: pastelería, cafetería.
Dirección: Av. Angamos Oeste 1494, Miraflores.
Horario: de domingo a jueves, de 7 a.m. a 11 p.m.; viernes y sábado de 7 a.m. a 12 p.m.
Estacionamiento: algunos puestos frente al local. Carta de bebidas: jugos, café, infusiones, chocolate caliente, refrescos, cervezas artesanales. Precio promedio por persona (sin bebidas): S/35-S/40.
Calificación: 12/20.