"El presidente, como lo revelan las actas del Consejo de Ministros, a duras penas da la palabra a sus ministros; acota, comenta y acaso agrega, pero no suma, menos lidera". (Foto: Presidencia Perú)
"El presidente, como lo revelan las actas del Consejo de Ministros, a duras penas da la palabra a sus ministros; acota, comenta y acaso agrega, pero no suma, menos lidera". (Foto: Presidencia Perú)
Mario Saldaña

Si tuviéramos un relativamente normal (término absolutamente subjetivo, claro está), en el momento en el que usted lee esta columna el señor habría tenido que dejar de presidir ya el Consejo de Ministros (llevándose consigo a todos los titulares de cartera que Perú Libre le impuso al presidente como parte de la cuota política que Cerrón se aseguró en el Ejecutivo) y, por ende, obligando a una reestructuración del Gabinete.

Si, por el contrario, el jefe del Estado insiste en tener pegado con babas su Gobierno y agacha la cabeza (otra vez) ante el grupo liderado por el exgobernador de Junín, tendría que dejar ir al canciller Óscar Maúrtua, al vicecanciller Luis Enrique Chávez y al titular de Economía, Pedro Francke. Los dos primeros, corregidos e invitados a renunciar en público por el siempre activo “Puka”, mientras que el tercero, por no haberse ahorrado palabras en la última gira al señalar que la asamblea constituyente no está en la agenda del Gobierno, lo que debe de haber generado la urticaria de todos los mandamases del partido oficialista, empezando por su jefe, el presidente, pero también la de Bellido, Cerrón, Bermejo y compañía.

Todo lo anterior está en condicional porque estamos ante un Gobierno en condicional. El presidente, como lo revelan las actas del Consejo de Ministros, a duras penas da la palabra a sus ministros; acota, comenta y acaso agrega, pero no suma, menos lidera. En su fuero interno, Castillo debe sentir lo mismo que aquellos migrantes ilegales que intentan entrar a los Estados Unidos: siente que sigue una ruta rumbo a algún punto de llegada, es guiado y acompañado por gentes que dicen conocer el camino, pero no sabe si alcanzará su destino, tampoco tiene fecha firme de llegada y asume el riesgo de ser reprimido y terminar esposado y deportado. Es decir, más que liderar un plan, encabeza una aventura, una contingencia. Eso es lo que tenemos.

Si solo nos atuviéramos a lo que dijo el jefe del Estado en México y Estados Unidos (me refiero a lo que se le pudo entender en algunas de sus intervenciones), y si pretendió no solo brindar una buena imagen ante gobiernos, inversionistas y banca de desarrollo, la consecuencia lógica sería que despida inmediatamente de su entorno a toda persona o grupo que transmita un mensaje diferente al de la estabilidad y promoción para invertir, reactivar la economía en serio y generar empleo formal aceleradamente. La asamblea constituyente debería desaparecer del lenguaje del Ejecutivo, así como eliminar toda designación pública de personas no idóneas (mientras se comete la barbaridad de no confirmar, por ejemplo, a Julio Velarde en el BCR) que suene a pago de favores o con cercanía al senderismo.

Dependerá solo de Castillo dejar de presidir un Gobierno en condicional. Esta nueva crisis política es otra oportunidad (acaso la última) para lograrlo. Pero si persiste en este equilibrismo político inútil, su caída será tan rápida como estruendosa.