Normalidad imaginada, por Carlos J. Zelada
Normalidad imaginada, por Carlos J. Zelada

Para quien es sexualmente distinto, la violencia se encuentra “normalizada” en los actos más cotidianos. Te discrimina. Te hace invisible. Hace algunos años invité a una compañera trans* a la oficina para conversar con motivo del proceso judicial que había iniciado para reconocer el cambio de su nombre. Al momento de identificarse en la puerta de la universidad, el personal de seguridad le negó la entrada porque recibió un DNI con nombre y género masculinos. Sentí vergüenza porque nunca me había percatado que mostrar un documento de identidad podía ser un problema. Mi problema. 

Este hecho me llevó a indagar acerca de la realidad de las personas trans* que buscaban modificar sus documentos de identidad. En los meses siguientes, un grupo de colegas y yo decidimos sumergirnos en los archivos del Poder Judicial buscando estos casos. Lo que encontramos fue un terrible panorama discriminatorio. En buena parte de los expedientes que analizamos, los jueces rechazaban los pedidos sin mayor justificación que la reducción de la sexualidad a los genitales y cromosomas. En otros, magistrados cargados de angustia exigían la presentación de pruebas desbordadas de prejuicio. ¿Sabía, estimado lector, que en algunos de estos casos los jueces condicionaban su análisis a la realización de evaluaciones psiquiátricas y hasta de inspecciones físicas invasivas?

La discriminación reflejada en estos expedientes es parte de un lenguaje social que exige a la persona trans* ajustarse a ciertas “normalidades”. Antes de ello, la persona trans* no es un verdadero ser humano, es más bien un monstruo, una aberración, un objeto. Dicho de otro modo, en el Perú, cualquiera que desee solicitar algo en nombre de su identidad debe adecuarse primero a una serie de exigencias judiciales para su reconocimiento como persona. 

Esta violencia que excluye está anclada a nuestra percepción de lo que es sexualmente “virtuoso” y, por ello, socialmente aceptable. Como bien señala la Comisión Interamericana, “la expresión de sexualidades e identidades no normativas con frecuencia se considera en sí misma sospechosa, peligrosa para la sociedad, o amenazante contra el orden social”. Si somos francos, de todos los elementos que conforman el mosaico de la sexualidad humana (características, expresión, orientación e identidad), el sexo parece ser el más estático e inamovible y, por ende, el más fiable. Lo repiten jueces y médicos. Lo repite nuestro entorno. La inconsciencia de esa normalidad imaginada es, justamente, el peligro. 

Sorprende entonces que la discusión médico-legal en la que se enfrascaron los magistrados del Tribunal Constitucional en una reciente decisión no tomara en cuenta que, para las ciencias sociales, este fuera ya un debate superado. Nuestros jueces creen que el sexo es como un gancho al que los roles sociales se cuelgan y no un conjunto de experiencias que pueden ir más allá de una lectura meramente anatómica. Lo biológico es solo una pieza de información que no revela ninguna esencia. 

El problema con el dogma del sexo estático es que, llevado al extremo, termina justificando el prejuicio y hasta la criminalización de todo aquel que trasciende los límites impuestos por el modelo social del cuerpo. Un derecho que parta de premisas tan limitadas en torno a la autonomía está destinado a deshumanizar a quienes no estamos dispuestos a cumplir con tales expectativas. 

El problema no reside en la normalidad en sí misma, sino en la interpretación que le hemos dado para justificar privilegios en acciones tan cotidianas como expresar el afecto en público, mostrar un DNI o contraer matrimonio. He allí el reto para los jueces y, en el fondo, para la sociedad: reconocer que estamos ante seres humanos que desafían la normalidad para poder vivir libres de violencia. Ese es el sentido más básico de la prohibición de discriminar: reconocer a ese “otro” tan humano como uno mismo. Como dice Judith Butler, en estas situaciones “no se trata de conseguir la normalidad, sino de encontrar un modo de vivir y de vivir bien”. Nuestra normalidad, aunque parezca irónico, es un campo que vive solo en nuestra imaginación. 

El término trans* refiere a cualquier identidad de género que utilice el prefijo ‘trans’.