Sospechosos comunes, por Renato Cisneros
Sospechosos comunes, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

En los años previos al apogeo de las redes sociales, en medio de cualquier coyuntura crispada, era normal que amigos y parientes me preguntaran: “tú que estás metido en el periodismo, ¿qué crees que va a pasar?”. Se quedaban mirándome con expectativa, como si fueran a escuchar el vaticinio definitivo de un oráculo. Por lo general, no tenía para ofrecerles más que una recopilación de las especulaciones y trascendidos que circulaban por la redacción del diario, pero aun así podía percibir en el ambiente cierto respeto hacia el oficio, como si dijeran “ojo, es periodista, está enterado, sabe más que el resto”. Desde luego intentaba ser neutral en mis conjeturas, pero aun cuando estas no fuesen del agrado de mi auditorio, aun cuando no coincidieran con su pensamiento, la reacción era pacífica y dos minutos después ya estábamos en otro asunto.

Hoy eso es, literalmente, imposible. Los periodistas hemos caído en un descrédito casi total, mitad por acumulación de errores propios (faltas, muchas de ellas bochornosas, que fueron premiadas con contrataciones y programas estelares) y mitad porque varios dueños y directores de medios llevan años acostumbrados a poner la profesión en manos de individuos muy populares que no aman el periodismo, sino que lo utilizan para sus propios fines. Puedes no haberte formado como periodista y hacer gran periodismo. Lo que no puedes –habiendo pasado o no por una facultad de comunicaciones– es convertir el periodismo en ventilador diario de tus inquinas y rencores. No creo en el mentad “liderazgo de opinión”, pero si acaso existe, dudo mucho de que consista en atarantar oyentes, subestimar colegas y mandar censurar autoridades.

Hoy, al menos en el submundo no regulado de las redes sociales, si alguien solicita tu opinión periodística, ya no lo hace desde el interés o la curiosidad. Lo hace directamente desde la sospecha, tratando de ver en qué momento se te cae la careta o se te ve el fustán. Y si por desgracia tus opiniones no coinciden con las de aquel que las requirió, serás inmediatamente calificado y membretado. Ya nadie quiere saber qué piensas, sino qué máscara usas, pues dan por sentado que juegas para alguien más, que algún grupo empresarial te ha sobornado, que triangulas con algún poderoso, que eres parte de una campaña sucia y que, por ende, mereces ser llamado ¡caviar! ¡hipócrita! ¡mermelero! Y, más recientemente, ¡cagón!

Responder, claro, siempre es una alternativa, pero solo hasta que te das cuenta de que en Twitter o Facebook nadie está interesado en las aclaraciones. De hecho nadie busca ser persuadido ni corregido ni está dispuesto a negociar la validez de su ‘verdad’, en especial aquellos usuarios que estilan esconder nombre y aspecto. Una respuesta tuya, por muy persuasiva o elocuente que sea, será tarde o temprano empleada como arma arrojadiza en tu contra.

En un terreno así de resbaladizo es muy complicado hacer entender, por ejemplo, que la libertad de expresión, siendo ilimitada por naturaleza, no es inimputable. Cuando una opinión entraña insulto, la libertad de expresión traiciona su esencia y pierde automáticamente su inmunidad. Del mismo modo, si alguien lanza una ofensa disfrazada de opinión faltando al respeto ajeno, pierde enseguida todo derecho a ser tolerado. Por supuesto que aquí entra a tallar la susceptibilidad de cada quien y, por desgracia, en las plataformas virtuales todo tiende a volverse relativo y así nunca termina de disiparse la desagradable sensación de estar metidos en una jungla.

Sin embargo, a pesar de las etiquetas, los ríos de bilis, los energúmenos provocadores que buscan existir de alguna forma y de las veces en que uno mismo cae en excesos y despropósitos, es urgente persistir en el derecho a decir lo que se piensa sin agredir, tanto como en el deber de emprender todas las luchas pacíficas que sean necesarias. Si no para recuperar la credibilidad de periodistas, al menos para no perder la dignidad de ciudadanos.

Esta columna fue publicada el 11 de marzo del 2017 en la revista Somos.