(Foto: Congreso/AFP).
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Editorial El Comercio

Lo que ocurre estos días en no es solo una vuelta de tuerca más dentro de la situación de sostenido desmoronamiento que el régimen chavista vive desde hace años. Por primera vez, más de 10 países –muchos de ellos latinoamericanos– han reconocido como legítimo presidente de la nación llanera a alguien distinto a , como consecuencia de la fantochada electoral con la que este se ‘reeligió’ recientemente para ese cargo. Y tal reconocimiento, que se ha impuesto a los reparos protocolares que suelen dominar el trato diplomático entre estados, no es un dato baladí. Establece, en realidad, nuevas reglas de juego con las que le resultará difícil lidiar a la dictadura.

El mandatario encargado se llama Juan Guaidó y ha asumido la responsabilidad que ahora ostenta por ser presidente de la Asamblea Nacional, emanada, esta sí, de comicios con un mínimo de garantías democráticas, según los estándares internacionales. Su acto de juramentación como mandatario encargado se produjo, además, esta semana en medio de multitudinarias manifestaciones contra la tiranía ‘bolivariana’, a la que ha puesto en jaque.

El chavismo desde luego no se ha quedado de brazos cruzados y, al momento de escribir estas líneas, las víctimas mortales de la represión que ha desatado en la actual coyuntura son ya 26. Una cifra que debe agregarse a la de heridos, presos políticos y fallecidos que ya adornaba su ignominioso historial.

En nuestro país, por cierto, la naturaleza del trance que vive Venezuela es bastante evidente para ciudadanos y políticos de toda procedencia… menos para la izquierda. Como en tantas otras oportunidades, en medio de sus diferencias, esta ha encontrado la manera de modular un solo discurso para maquillar la barbarie de la satrapía que encabeza Maduro, y se ha llenado de pronunciamientos y comunicados en los que no consigue disimular la debilidad que tiene por ella.

En este Diario, hemos resaltado ya innumerables veces las contorsiones en la que se embarcan los líderes de (NP) o el (FA) para evitar llamar a la dictadura chavista por su nombre. “No es una dictadura porque no hubo golpe de Estado”, sentenció para la historia Verónika Mendoza, años atrás. Y en el 2016, cuando el líder opositor Henrique Capriles visitó Lima, la bancada que ya lideraba Marco Arana se resistió a firmar una moción suscrita por todas las otras en las que se condenaba al “régimen autoritario y represivo que ha llegado al crimen y a la persecución política de la oposición democrática” en Venezuela, para presentar una propia en la que apenas se hablaba de la “compleja situación política, económica y humanitaria” que se vivía en ese país.

No podemos olvidar tampoco el saludo del congresista Manuel Dammert al ilegítimo proceso que condujo a la instalación de la Asamblea Constituyente (con la que se trató de arrebatarle el poder a la Asamblea Nacional, de mayoría opositora y surgida de las urnas) como “una epopeya democrática de un pueblo por su libertad y la paz”.

Pues bien, en esta hora crítica de la tiranía que nos ocupa, la izquierda peruana ha estrenado eufemismos más audaces y bochornosos que nunca. El más llamativo quizás ha sido el ensayado por el congresista del FA Rogelio Tucto, quien, con palabras que parecen arrancadas de un comercial, ha llegado a caracterizar al régimen chavista como “una joven, nueva y diferente experiencia social y económica”.

Pero similar actitud se encuentra en el comunicado del 23 de enero de Nuevo Perú (“Sí al diálogo, no al intervencionismo”) o en el de Juntos por el Perú, conglomerado que reúne a Ciudadanos por el Cambio, Patria Roja, el Partido Humanista, Fuerza Social y otras organizaciones, y que proclama: “¡¡No al intervencionismo norteamericano en Venezuela!!”. Frases que darían la impresión de haber viajado en el túnel del tiempo desde los años sesenta y que, como si fueran pronunciadas por alguien que le debe algo al chavismo, escamotean la violencia, la supresión de los derechos humanos y todas las vilezas a las que este cotidianamente somete a su pueblo.