Nos hemos acostumbrado tanto a la exactitud de las cosas (esa necesidad humana de saberlo todo, casi al milímetro), que ya se nos están olvidando algunos conceptos universales que no conocen de rigidez. “Un puñado”, “una cucharada sin colmo”, “una pizca” y otras maravillas del lenguaje fueron durante siglos los vocablos empleados para entendernos, empezando por la cocina. Incluso en la repostería –acaso la disciplina más precisa que existe– se usaban con frecuencia estas unidades de medida, tan solo superadas por la experiencia y la práctica.
Basta con darles una mirada a libros antiguos o recetarios de familia (grandes bitácoras de conocimiento y técnicas) para confirmar, página a página, que cuando se trata de dulces antiguos, el primer ingrediente es la perseverancia. Los procesos se fueron perfeccionando y estandarizando con el paso de los años, pero hay una suerte de romanticismo que perdura en los dulces peruanos, que es parte de su esencia.
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Buen número de ellos se han dejado de consumir; otros se convirtieron en versiones bastante alejadas del original; y algunos cuantos lograron trascender a la cotidianeidad. ¿Por qué no los conocemos más?
Déjame que te cuente
“Muchos de los dulces de antaño se caracterizan por tener una elaboración larga. Demora tener el producto final, empezando por el manjar blanco, que antiguamente se hacía en olla a la leña y hoy lo preparamos en una olla a fuego medio. Los ingredientes no son difíciles de encontrar; lo que es difícil de encontrar es el tiempo”, sostiene Mila Huamán, repostera de Fausta (@faustapasteleria), un local especializado en postres clásicos peruanos.
Huamán creció en Huánuco, entre melcochas, prestiños –unas roscas hechas con yemas de huevo y aguardiente–, limones de convento (solo para obtener la cáscara en almíbar se requieren unas cuatro horas) e higos rellenos, ambos con manjar casero de leche de vaca. Suena al paraíso, ¿no? Similar es el recuerdo que mantiene Elena Santos, cocinera y experta en postres tradicionales, tal y como los aprendió de su madre, Teresa Izquierdo. Algunos de ellos todavía pueden encontrarse en su restaurante, El Rincón que No Conoces.
“Es una dedicación preparar estos dulces, y mucha gente no tiene idea”, indica Santos. “Para hacer el frejol colado puedes estar todo el día, por ejemplo. Algunos postres incluso se hacían por partes y por días. Tiene que ser así, porque deben quedar perfectos, tal cual son. La modernidad no acepta muchos de estos procesos, pero a mí me gusta mantenerlos, aunque cueste”, dice Elena. Ranfañote, sanguito, ‘bien me sabe’ de camote, manjar de pallares, mazamorra de cochino, dulce de camote y de higos, alcayotas, gelatina de patas y bodoque se han ido perdiendo con el tiempo, hasta quedar casi inexistentes.
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“Lo que más sale es el arroz con leche con la famosa mazamorra (aunque comerlos juntos es un hábito relativamente nuevo), el suspiro a la limeña a base de oporto y los picarones, que nunca tienen pierde”, cuenta Elena Santos. Arroz zambito y champús agrio les siguen con mucha distancia. Las regiones conservan muchos tesoros que en Lima se han ido perdiendo, como los nísperos de palo, el frejol colado o los pastelillos de yuca. Como bien resume Elena, los postres peruanos son como son y no podemos (¿debemos?) cambiarlos.
¿Qué hacer para que las nuevas generaciones los conozcan y preserven? Probarlos, por supuesto. Y, como sostiene Mila Huamán, algo que es igual de importante: hablar de ellos. “La mejor manera es preguntarles a nuestros padres y abuelos dónde y cuándo los comían”, finaliza. Deliciosa manera de abrir el apetito.
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