"Ciencia infinita", por Pedro Suárez-Vértiz
"Ciencia infinita", por Pedro Suárez-Vértiz
Pedro Suárez Vértiz

Siempre he odiado dos cursos en mi vida: y Física. Pero, paradójicamente, son mis pasiones, tanto o más que la propia música. No entiendo nada cuando me las explican, y menos cuando me toman exámenes. Pero cuando miro el cielo, leo a o sufro de trastornos de percepción temporal, como la nostalgia o el déjà vu, toda mi filosofía se vuelve matemática inevitablemente. No hablo de ecuaciones ni de fórmulas, sino de una matemática que puede explicarse con palabras. Hablo de una sensación lógica de entenderlo todo.  

Nunca me he identificado tanto con la ciencia como cuando leí a San Agustín: “Sé lo que es el tiempo, mientras no me lo pregunten. Pero si me lo preguntan, no lo sé”. Eso demuestra que el humano sabe todo, pero le da flojera buscar dentro de sí mismo las respuestas. En Occidente, lamentablemente, carecemos de introspección. Mi tía Guiche siempre me decía: “Nadie hace una pregunta sin sospechar la respuesta. El hombre pregunta solo para confirmar lo que en el fondo ya sabe”.  

Todos, hasta los más brutos, somos matemáticos. Es más, manejamos una matemática más completa que las aceptadas, por convención, como las correctas. Un ejemplo de lo tarde o temprano que las matemáticas tradicionales chocan con una pared son las conjeturas o misterios numéricos. Recuerden que nuestro sistema decimal parte del simple rasgo físico de poseer 10 dedos. Por ello las matemáticas no pueden contener la explicación del universo. Carl Sagan, con todo derecho, se burla de nuestra arrogancia intelectual diciendo: “Somos polvo de estrellas tratando de entender a las estrellas”.  

Hagan un pequeño esfuerzo en leer bien lo que les quiero explicar. Es como una aventura persiguiendo el destino de una cifra. Por ejemplo, pensemos en un número cualquiera. Ahora establezcamos dos únicas reglas: si el número es par, lo dividimos entre dos. Si el número es impar, lo multiplicamos por tres y luego le agregamos una unidad.  

Digamos que escogimos el 6. Al ser un número par, lo dividimos entre 2 y obtenemos 3. El 3 es un número impar, así que aplicando la regla que establecimos al comienzo, lo multiplicamos por 3 y le sumamos 1, así alcanzamos el 10. El 10 lo dividimos entre dos nuevamente y nos da 5. Después, ese 5 se convierte en 16, luego se divide y da 8, 4, 2 y finalmente 1. Cuando llegamos al 1 se acaba el juego.  

El 1 es impar, pero, si le aplicamos la respectiva regla, nos da 4, el cual luego se convierte en 2 y nuevamente en 1. Así hemos generado un círculo vicioso. Sea cual sea el número que escojamos, aplicando esas dos únicas reglas vamos a terminar en esta especie de ‘dialelo’ del 4, 2 y 1.  

Este problema matemático se llama la conjetura de Collatz y fue enunciado en 1937 por el matemático alemán Lothar Collatz. Hasta la fecha nadie ha podido resolver el por qué todos los números sometidos a estas reglas terminan siempre en 1. Con el ejemplo que usamos logramos llegar del 6 al 1 en tan solo siete pasos. Con cualquier otro numero, quizá se necesitaría más pasos, pero finalmente se llegará siempre al número 1.  

Es un problema matemático que un niño de primaria puede entender, pero que un experto no puede explicar. Incluso, el matemático húngaro Paul Erdös dijo: “Las matemáticas aún no están listas para ciertos problemas”. 

Existen múltiples conjeturas que pueden llevar siglos sin resolverse. Una de las más célebres es la conjetura de Goldbach: “Todo número par mayor a 2 puede escribirse como la suma de dos números primos”. No existe persona que haya demostrado lo contrario.  

Los números, para mí, son el camino más largo para entender las cosas. Las epifanías son mucho más reveladoras. Pero la ciencia las ridiculiza. Aunque Einstein creó su teoría al no saber si avanzaba o retrocedía en un tren. Aun así, me entretienen los misterios numéricos, como la secuencia de Fibonacci, que genera gráficos muy similares a órganos vitales o tramas celulares. Estas figuras son conocidas como ‘fractales’ y coinciden sorprendentemente con los patrones en el espiral del caparazón de un caracol o la distribución de los pétalos de una flor. Si la educación matemática fuera más filosófica y menos absoluta, ya estaríamos viajando en el tiempo. 

Esta columna fue publicada el 28 de abril del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

Contenido Sugerido

Contenido GEC