Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Gustavo Gamboa)
Lee la columna de Luciana Olivares. (Ilustración: Gustavo Gamboa)
Luciana Olivares

Yo soy de la generación de La Cenicienta. No en el sentido literal pero sí en la profunda influencia que tuvieron todas esas películas de princesas esperando que su felicidad llegara en tamaño metro noventa, con una buena espada y capa. En otras palabras, que venga el príncipe, nos salve de lo que sea que estemos haciendo y nos dé una vida mejor. En La Cenicienta las otras mujeres siempre están como personajes secundarios o, en el mejor de los casos, como antagónicos, siempre queriendo el champú que tú estás usando, o sea tu príncipe. Otra característica importante de estos cuentos de princesas es que el concepto de felicidad es absolutamente monotemático: lograr ser escogida y luego amada. Por supuesto, la historia siempre termina con un beso de amor acompañado de la típica frase: “Y fueron felices para siempre… Fin”. Pareciera que en esas épocas no podíamos imaginarnos un final feliz sin hablar en plural. Dicho de otra forma, los finales felices siempre estaban condicionados a estar con otra persona que nos lleve en su caballo.

Quizá por eso llamaron tanto mi atención un par de películas de princesas que vi este año con mi hija Fernanda. Como el 99% de padres con hijos chicos, fui a ver Frozen 2, la secuela de las dos nuevas princesas de Disney: Ana y Elsa. El primer detalle importante es que hay dos protagonistas, dos hermanas con grandes diferencias pero que se respetan y colaboran entre sí. Ya Elsa, la hermana que vivía acomplejada por ser diferente y tenía miedo de su propio poder, me había caído bien en la primera entrega. Cuento corto, Elsa deja salir su poder y eso la hace libre para así tomar el control de su vida. Sin embargo, en esta secuela el peligro era inminente. ¿Cuál podría ser el final feliz de un alma solitaria como Elsa? Afortunadamente, los guionistas vuelven a presentarnos a una Elsa valiente, libre, ambiciosa, que no necesita dar un beso de amor a ningún galán para transmitir la felicidad y profunda realización personal que la embarga cuando cabalga su adorado caballo mientras atraviesa distancias imposibles. El final feliz de Elsa no está condicionado a que aparezca un nuevo personaje en Frozen 2, se enamore perdidamente y ahora sí complete su historia: ella ya se siente completa.

Mientras miraba a Elsa segura, ligera e independiente en pantalla gigante, miraba también con el rabillo del ojo a Fernanda y pensaba cuán importante es que en la ficción tampoco se nos venda el cuento del final feliz supeditado a encontrar al príncipe de tus sueños; sino más bien la importancia de hacerte responsable de que tus sueños sucedan. Y eso me lleva a la otra película atípica que vi sobre princesas. Se trata de la segunda parte de Maléfica, protagonizada por Angelina Jolie. En esta secuela, por un malentendido con Aurora –su hija adoptiva–, Maléfica deja su reino en el bosque y conoce a nuevos personajes con las mismas curiosas alas que ella lleva. Entre estos, a un guapísimo moreno que la salva de morir. Todo hacía parecer que Maléfica iba a volver a creer en el amor y “finalmente” iba a ser feliz. Tengo que confesar que eso era lo que pensaba, gran parte de mí quería que se quede con ese galán, se olvide de la ingrata Aurora y se deje cuidar por primera vez en su vida. En mi mente, una vez más, aparecía mi influencia –Cenicienta– y pensaba que en el final feliz de Maléfica ella no podía quedarse sola. Pero cual cachetadón, para recordar que la felicidad no depende de tener a alguien al lado y que uno también puede sentirse sola estando acompañada, la relación con el supuesto galán nunca se da y Maléfica logra su final feliz cuidando a su gente, su tierra y a su hija adoptiva. Fue inevitable imaginarme a Angelina Jolie –quien es también productora de la película– en alguna reunión de guionistas pidiendo fuerte y claro no caer en el cliché del teórico final feliz para Maléfica. Hay una escena preciosa en la que ella vuela por los aires, divertida, con sus enormes alas negras, enseñando a volar a otros niños de su reino, pero sobre todo se le ve plena, resuelta, sin nada que le falte.

Saliendo del cine pensaba en que esa sensación de plenitud es la que nos hace volar y llegar a donde queramos, así no tengamos alas. Pero esa plenitud no hay que buscarla afuera, sino adentro; no hay que pedirla, sino construirla; no hay que esperar a que nos la den mágicamente y gratis, sino salir a encontrarla, y claro que va a costarte. ¿Cuánta influencia han tenido y tienen esos finales felices de ficción en nuestras vidas? ¿Necesitas ser número par para sentir que estás completo? Deja para los cuentos el “y vivieron felices para siempre” y concéntrate en buscar lo que como individuo te hace feliz porque no hay mejor final que estar feliz contigo. //

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