Cuando desarrollamos el modo camaleón para no estar solos, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Cuando desarrollamos el modo camaleón para no estar solos, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Luciana Olivares

Verano del 2000, fiesta de temporada en una playa limeña. Nunca me voy a olvidar porque me la pasé haciendo la dieta de la sopa de col toda la semana para entrar en mi vestido. Y allí estaba él, sentado en la mesa de mis amigos. “Me parece que vi un lindo gatito”, dije en modo Piolín, y me senté a su costado haciéndome la despistada. Tragos van, canciones que no nos gustaban vienen. Teníamos más de una hora conversando y riéndonos.

De pronto comienza a sonar una de mis salsas favoritas, Casi un hechizo, de Jerry Rivera. “Esto es una señal”, me dije a mí misma, pero en la mente, para no parecer loca. Me paré de la silla, le di la mano y lo saqué a bailar rezando para que mi taco 12 no traicionara mis pasos de bailarina frustrada. Él me miró a los ojos y se levantó de la silla también, aunque por alguna razón yo seguía viéndolo como si siguiera sentado. Me preguntaba si era el vodka que no me dejaba ver bien o el lindo gatito era más chato que yo en sayonaras. Así que decidí quitarme los zapatos. Después de quedar más pata negra que los jamones por bailarme todas las de Juan Luis Guerra, ‘Silvestre’ (si yo era ‘Piolín’, él era el gato) me pidió el teléfono y comenzamos a salir.

Tácitamente asumí que teníamos un acuerdo: nada de zapatos altos. En realidad, él no me lo había pedido, pero yo sentía que tenía que hacerlo sentir bien y adaptarme a lo que él necesitara. Pausa allí, relee mi última frase y por favor no pienses qué buena y generosa era Luciana. Tenía tres salidas con este chico y estaba en modo ONG, pensando como salvadora de una causa sin recibir nada a cambio. Pero peor aún, estaba escondiendo el verdadero motivo de tanta generosidad y era en realidad este miedo enorme que tenía desde muy joven de estar sola.

‘Silvestre’, quien sacó las garras al poco tiempo, no fue mi único caso del efecto camaleón: camuflándome en el entorno hasta casi no reconocerme yo misma. Luego de mi más grande decepción amorosa a mis 20 años, decidí que tenía que estar con un hombre mayor que yo, maduro, seguro, como si los años determinaran la madurez.

Más tarde aprendí que la mala o buena suerte con nuestras parejas radica en saber elegir, pero aquella vez escogí un cara de hombre con alma de niño (todo lo contrario a mi cara de niño Jerry). Pero no le echemos la culpa al señor: fui yo la que se cortó el pelo como a él le gustaba, la que como una loca fue a comprar su perfume favorito (después descubrí que lo usaba su ex) y desarrollé una inteligencia artificial por tres meses de relación. No esa tan cool que desarrollan para los robots, sino una que me hacía ser, reírme, hablar como esa persona que él quería que fuera y no yo.

Hoy a mis 41 años, con buena calle y hartos callos, puedo contarte estas historias con esa sensación peculiar que uno tiene cuando está sobrio en una fiesta y ve personas ebrias a su alrededor. Es frecuente ver a muchas mujeres que por pánico a la soledad tratan de encajar en una relación pero anulando su yo. Incluso tienen miedo de ser más exitosas que sus parejas porque no quieren hacerlos sentir menos. No culpemos a los ‘Silvestres’ de la vida por querer sacarnos los zapatos y no llegar más alto. Deja de verte como una pieza que debe encajar o la mitad perfecta de alguien y elije amar, respetar, cuidar y ser fieles a la única persona que te va a acompañar hasta el final de tus días: tú. //

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