ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Lorena Salmón

Este fin de semana en casa. Bueno, con la compañía esporádica y caprichosa de mis dos gatos. Marido e hijos partieron a Paracas a un viaje familiar que me perdí por actividades laborales. Durante dos noches iba a dormir solita.

Vivo en un tríplex en el quinto piso de un edificio y aun así mi esposo me hace cerrar las rejas de la mampara que da a la terraza. Muchas veces, quejándome de esta obligación, le pregunto quién se va a meter a robar por el quinto piso: ¿el Hombre Araña?

En todo caso, ha insertado en mi cerebro esa costumbre y rutina, así que el fin de semana, antes de dormir, cerré todo con candado. Modo: ultraasegurada.

Como he confesado anteriormente, he tenido serios problemas para dormir. Básicamente por miedo. Por eso, la primera noche pensé en prender la luz y dormir con el televisor prendido. Extra brillo y extra bulla.

Le he tenido miedo a la oscuridad toda mi vida y creo en fantasmas, duendes, unicornios, hadas y sirenas.

Aun así, después de terapias de todo tipo, he podido aprender a lidiar mejor con el miedo y sobre todo he aprendido a poder dormir.
Pasé la prueba de dormir sola, intacta. De hecho, lo hice muy bien. Pero dormir sola no es la única batalla que he ganado: hace un tiempo atrás me propuse la tarea de ver una a una todas la películas de terror después de traumarme con Freddy Krueger. Y lo hice.

Fue gratificante encontrar que las películas más tenebrosas no habían logrado calar en mi imaginario ni alterar mi paz mental.

Quizás por eso, el sábado en la noche tenté mi suerte; quería ver el nuevo estreno de terror de Netflix. Hace algunas semanas me he quedado huérfana de series, así que quería darle a esta (sobre una familia alterada por una casa embrujada) la oportunidad.

Duré 10 minutos del primer capítulo cuando me di cuenta de que no era una idea muy inteligente. Esa noche no dormí bien.

Pero la mañana siguiente estuve despierta desde temprano y a las 7 a.m. –sí, lo confieso– tomé la decisión de verla.

No pude pararme de la cama hasta las 11 de la mañana, con cuatro capitulazos a cuesta.

Una familia con cinco hijos se muda a la casa Hill con el fin de arreglarla y venderla. Pero no es una casa normal: es una casa que está llena de fantasmas.

La serie es tenebrosa, asusta, atrapa: hace saltos entre el presente –donde los hermanos nuevamente se reúnen a raíz de un trágico suceso– y el pasado, mientras se criaban en una de las casas más embrujadas de los Estados Unidos. Juega con tu mente todo el tiempo.

Terminé la serie prácticamente el mismo domingo: fascinada.
Cada historia de cada hermano en particular, la manera como cada uno había desenvuelto su vida, con qué fantasma personal tenía que lidiar (adicciones, negaciones, egos gigantes) me dejaron enganchadaza. 

Más allá de la fotografía, la dirección de arte, la musicalización (todas geniales), la trama y el guion son brutales. Las actuaciones, algunas, conmovedoras. Sí, lloré en la serie también.

Advertencia: asusta. Salen monstruos horribles.

Pero no hay nada que temer.

Los fantasmas existen pero en forma de culpas, remordimientos, envidias, en pendientes, en rencores, en el pasado atascado.
Esos son los fantasmas con los que tenemos que aprender a lidiar.
Por mientras, vemos The Haunting of Hill House. //

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