Tu envidia es mi progreso, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Tu envidia es mi progreso, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Alegrémonos por el éxito de los demás, me repito a mí misma, cada vez que la envidia intenta asomarse frente a mí.  

Hay días en que logro enunciar aquel mantra de paz mental hasta creerlo o sentirlo; hay días en que la envidia me vence.  

No me avergüenza contarlo, tampoco contar que cuando estoy poseída por el berrinche, solo entro en razón cuando otra persona, más evolucionada que yo, me hace ver que no gano nada comparándome y menos con lamentos y quejas. La envidia es absolutamente natural; pero también mata el alma y la envenena. 

Ese deseo por poseer lo que el otro tiene solo despierta en nosotros actitudes negativas. Entonces, ¿por qué la sentimos cuando abrimos Instagram y nos encontramos con la regia de viaje, ¡otra vez!? Y encima le han pagado para que salga sonriendo feliz de la vida. ¿Por qué la molestia o tristeza cuando a alguien más le está yendo increíblemente bien con sus proyectos? ¿Cuándo vemos a alguien más ‘joven’ y ‘bonita’? 

Hay respuestas (basadas en evaluaciones científicas): 

La envidia siempre ha tenido un fin evolutivo: solo deseando aquello que nos era ajeno –alimentos, abrigo, herramientas y parejas– pudimos reproducirnos y aprender sobre lo que necesitábamos para la supervivencia.  

Según Freud, la envidia tiene también otro fin: buscar una realidad más equitativa entre pares. Aunque suene romántico, no hay sustento comunista de por medio. Bajo esta teoría, se busca evitar el hecho de sentirnos mal solo porque otros tienen más.  

Porque cuando perdemos la perspectiva real de las cosas, sufrimos. Cuánta tristeza o frustración nos genera el hecho de querer tener lo que no tenemos y otros sí.  

Cuánto dolor (ojo que cuando sentimos envidia se activan en nuestro cerebro las mismas zonas que se activan cuando sentimos dolor físico). Cuánta energía perdida. 

Una de las claves para ser más feliz es enfocar la energía en lo que realmente nos apasiona, pero si andamos metiendo nuestros ojos en las vidas de los demás, solo estaremos haciendo uso de nuestro tiempo en cosas en las que no deberíamos perder el tiempo. No se vale comparar: la vida no es una competencia aunque nos hayan vendido otro guion y nos hayan hecho creer que lo importante es aparecer dentro de algún ránking; ni que fuésemos canción.  

Hay que dejar de usar lo que le sucede al resto como fuente de inseguridad personal. Hagamos como en el Valle del Mantaro. De acuerdo con un estudio realizado por el psicólogo social Jorge Yamamoto acerca de la felicidad en el Perú, allí el progreso del prójimo es visto como un ejemplo inspirador a seguir. Aquí no hay envidia ni buena ni mala, hay una forma de ver la vida muy clara: si a mi vecino le va bien, lo celebro, lo emulo, lo sigo, me motivo, me enfoco y consigo también lo que quiero. Crece uno, crecen todos.  

Es por eso que no debemos extrañarnos de que sean ellos precisamente los peruanos más felices de todos (ni siquiera los limeños, que tenemos el mar a minutos de acceso). 

Aunque suene utópico, el éxito y el progreso de otros deben ser una celebración, un motivo de orgullo comunal, felicidad para uno contagiada a los demás, un motor de desarrollo. Imposible, dirán los no soñadores. Nada lo es, lo ha sostenido ininterrumpidamente por años Adidas. Como tampoco lo es cambiar envidia por empatía, esa necesaria cualidad que nos permite ponernos literalmente en el lugar del otro. 

Así que aquí va mi propuesta: la próxima vez que comiencen a sentir esa incomodidad a nivel del pecho cuando se enteran de que alguien parece ser más feliz de lo que sentimos ser nosotros mismos, calma. Sonrían genuinamente porque the more the merrier (cuanto más, mejor). 

Esta columna fue publicada el 11 de agosto del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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