El diminutivo como enemigo. (FotoIlustración: Nadia Santos)
El diminutivo como enemigo. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Luciana Olivares

Mi primer trabajo como creativa fue en una agencia de publicidad a la que me costó mucho entrar. Porque si aún hoy la presencia de redactoras creativas en la publicidad peruana es escasa, hace 22 años era nula. Recuerdo que mis compañeros se hacían llamar los ‘Chichos’, una suerte de Club de Toby, solo que aquí todos eran flacos y bien a las Converse. Tengo que confesar que yo moría por ser una ‘Chicha’ (ahora que lo pienso bien, qué feo sonaba): en otras palabras, quería que me vieran de igual a igual y no como la mascota del grupo.

Por eso el día en que un importante cliente aprobó mi primera campaña y me gané su respeto, estaba convencida de que ya sería la ‘Chicha’ oficial y no me equivoqué, salvo por un pequeño detalle: en vez de ‘Chicha me bautizaron la ‘Chichita’. Cada vez que escuchaba ese apelativo me retumbaban los oídos, sobre todo porque siempre venía en combo cuando me querían pedir algo o me daban alguna recomendación de mi trabajo. Tenía esa sensación de que me trataban como la bebita a pesar de tener la misma edad y, peor aún, sentía complacencia, como si les diera hasta pena corregirme, y si bien seguramente también lo hacían con cariño, me habría encantado decirles fuerte y claro: “Brother, en el trabajo no quiero tu cariño, necesito tu respeto”.

Mi relación con los diminutivos no quedó allí. A lo largo de mi carrera he escuchado los ‘flaquita’, ‘mamita’, ‘gordita’ y no solo de parte del género masculino, sino también de otras mujeres. Pareciera que nos da miedo pedirnos cosas o dar una crítica constructiva cuando algo está mal. Preferimos el “ten más cuidado, por fis”, que dar un feedback objetivo sin edulcorantes. Y por supuesto nos escudamos en el diminutivo para suavizar, minimizar y empequeñecer. El problema es que ese excesivo cuidado mal entendido nos quita competitividad y sobre todo excelencia.

Pero lo que es peor, subestimamos la capacidad del otro o, tan malo como eso, subsidiamos su incapacidad. Es como cuando algunos padres les siguen diciendo a sus hijos ‘guau guau’ cuando quieren referirse a los perros o ‘tete’ cuando hablan de ‘chupones’ pensando que así aprenderán las palabras más rápido. No se dan cuenta de que las están aprendiendo mal. Lo mismo sucede en nuestra edad adulta y los diminutivos. Si hiciste mal tu trabajo, es mejor que no subsidien tu error, que te corrijan en altas y en negritas y que te enseñen con respeto, pero sin suavizantes, que hagan oler bonitas las palabras y de paso al que te cuestionó.

Estoy convencida del poder de las palabras; por eso creo que parte importante de nuestra lucha por la equidad en el terreno profesional implica no auspiciar ni promover la complacencia ni siquiera en el lenguaje. Lo último que necesitamos como mujeres profesionales son diminutivos que suavicen o reduzcan nada. Necesitamos palabras grandes para cambios y, sobre todo, mujeres profesionales grandes.

No confundamos exigencia con falta de solidaridad, ni sororidad con amiguismo. Si queremos igualdad, aprendamos a empoderar desde las palabras sin buscar que suenen cómodas, sino desafiantes y hasta incómodas, porque todo el camino que nuestras antecesoras han recorrido y todos los cambios importantes que han logrado en temas de equidad no se consiguieron caminando ‘despacito’ ni hablando ‘bajito’ y mucho menos pidiendo ‘por favorcito’. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC