Supéralo, Cenicienta: ¿Cambiamos el final del cuento?, por Luciana Olivares
Supéralo, Cenicienta: ¿Cambiamos el final del cuento?, por Luciana Olivares
Luciana Olivares

Había una vez una mujer a la que se le enseñó que toda, toda la responsabilidad de los quehaceres del hogar eran suyos, a pesar de quizás haber trabajado más de 10 horas y vivir con otras personas que podían compartir las labores. Que sus más profundos deseos tenían que ser concedidos por alguien más, ese ser fantástico que con una varita mágica podía realizar sus sueños, pero, ojo, bajo sus formas, reglas y penalidades. Que la belleza y el éxito son mal vistos por hermanastras que no conciben que otra mujer brille, más aun si la tienen demasiado cerca. Que tiene que ser escogida por un príncipe para sentirse bonita y esperar que él la tome de la mano para poder bailar. Que se muere de miedo de revelar su verdadera esencia porque quizás no sea aprobada, así que prefiere irse corriendo y guardarse antes de las 12. Que tiene que poder calzar en ese zapato diminuto no apto para quien tiene callos o juanetes e imposible para caminar, porque, recordemos, es de cristal. Que piensa que el casarse es el medio y el fin para tener un final feliz.

Cualquier parecido con la actualidad no es ninguna coincidencia. La Cenicienta, mi cuento favorito de cuando era niña, podría ser –quitándole el efecto Disney y el romanticismo– la representación perfecta de muchas situaciones que enfrentamos las mujeres en pleno siglo XXI. ¿Denunciamos a Disney, a los hermanos Grimm y a quien nos contó el cuento por daños emocionales o cambiamos el ángulo de la historia? Dicho de otra forma, ¿nos victimizamos y nos quedamos lamentándonos junto a las cenizas por no poder asistir al baile de las oportunidades o transformamos el escenario adverso en estímulo y nos volvemos las protagonistas de la historia?

De esta última forma me gusta pensar en Cenicienta. Cómo esa mujer que con una empatía única, una de las competencias más importantes en el mundo laboral y personal, mueve cielo y tierra (incluidos pájaros y el ratón gordo) para conseguir lo que se propone sin jamás transgredir sus valores. Que no prejuzga, ni siquiera a una calabaza y saca lo mejor de su entorno. Que no espera sentada la invitación de sus sueños, sino que ella la busca y se las busca para así poder encontrar. Que baila divertida, se permite seducir, ser seducida y hasta se le pierde un zapato (tan convenientemente); o sea, le deja un maicito a su potencial flaco. Que sabe que el secreto de su brillo está en la actitud. Que asume el rol de protagonista de su historia porque sabe que es su decisión no ser segundona ni actriz invitada. Que puede tener personas alrededor diciéndole al oído que no puede, pero en vez de desalentarse, la palabra ‘no’ se convierte en un afrodisiaco.

Este es el ángulo de la historia en el que me gusta creer y el que quiero mostrarle a mi hija, sin cambiar finales ni hacer versiones alternativas porque eso sería fácil y la vida no lo es. Prefiero enseñarle a leer las historias y sobre todo su historia, para que entienda que siempre la mayor dificultad puede constituir el principal aliciente para su evolución o revolución. Que la autocomplacencia y victimización son sus peores enemigos para el éxito y que más bien a la vulnerabilidad hay que hacerle cariño porque es el mejor complemento de la valentía. Y, sobre todo, que todo bien con que te regalen ese zapato precioso, pero no hay cosa más rica que comprarlo tú misma con tu esfuerzo, llegar a tu casa muerta y sacártelo luego de haber intentado cambiar un poquito el mundo. //

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