Felizmente, la vida va encontrando su propio camino entre sueños y expectativas fallidas. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Felizmente, la vida va encontrando su propio camino entre sueños y expectativas fallidas. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Lorena Salmón

Hace prácticamente un año logré vencer uno de mis más grandes miedos y publiqué un libro con un título ambiciosísimo: Cómo transformar tu vida para que seas muy feliz.

A pesar de que en mi plataforma digital (www.queseasmuyfeliz.com) ya venía tiempo atrás escribiendo y compartiendo públicamente todo lo que me pasaba, publicar un libro no estaba en mi lista de cosas que hacer antes de morir ni en mi imaginario.

Felizmente, la vida va encontrando su propio camino entre sueños y expectativas fallidas.

Uno de mis grandes defectos es darle demasiada importancia al qué dirán. No es extraño: durante años carecí de la autoestima suficiente como para creer y aceptar que valía ¡y lo que valgo! Por eso, me petrificaba la idea de sacar un libro que te invitaba a transformar (ojo) tu vida para que seas muy feliz, no solo feliz.
Pasu.

¿Acaso yo era muy feliz?

¿Qué pensarán de mí? ¿Tengo la autoridad para escribir algo así?
El otro día me preguntaban si nunca estaba triste. Me encantaría que los que me conocen cercanamente pudiesen compartir sus impresiones sobre mis volátiles estados de ánimo; pero claro que me siento triste. Y, por periodos de tiempo, recurrentemente. De hecho, siempre he sido una persona que se ha inclinado por la melancolía. También por el drama. 

Pero si algo he aprendido sobre felicidad, desde que decidí ir tras ella genuinamente –que significa ir tras uno mismo–, es que el secreto está en aceptar.

Aceptar que hay días de tristeza, de menos ganas, de menos fuerzas. Que hay días grises, de soledad, que hay días en los que nuestra mente caótica nos angustia, que hay días en los que el corazón duele.
Está bien.

Tenemos que darles cabida a esos días.
Y tenernos a nosotros especial paciencia y compasión.

Porque, primero, no podemos controlarlo todo. Repitan después de mí: no podemos controlarlo todo. Solo tenemos poder para controlar cómo reaccionamos ante lo que nos sucede y ese es un superpoder.
En nuestro cerebro existe una amígdala que tiene el tamaño de una almendra y que comanda nuestras reacciones primarias. De hecho, vamos a visualizarla como el perro guardián de nuestra casa.

Reacciona ante el peligro y lo desconocido, ya que gestiona el miedo y la reacción de lucha o huida.

Pero tenemos que encontrar la forma de regular a nuestro perro guardián para que no ladre todo el día. Y para que no esté inquieto todo el tiempo.

¿Cómo? Observándonos: cómo nos comportamos, qué detona que perdamos el control. Aceptando que no podemos cambiar nuestro estado de ánimo en ese momento y respirando para darnos una pausa y pensar antes de actuar.

Segundo: practicando la gratitud para entender que lo malo no nos pasa porque somos culpables de algo o porque lo merecemos, sino que lo que nos pasa y duele y nos cuesta, es una lección que nos motiva a ser mejores.

Si agradecemos, lo malo se convierte en aprendizaje, en un nuevo reto que asumir. Sin duda.

Tercero: tenemos que comprender que si no hay cambio, nada tiene sentido. La vida es un flujo de energía constante, todo está en movimiento y necesita moverse. Tenemos la obligación de ser flexibles y de creer que claro que podemos transformar nuestra realidad.

No hay magia de por medio, todos podemos.

Este año que ha pasado ha tenido periodos de desorientación, demasiadas expectativas, ansiedad, angustias. También ha estado lleno de experiencias únicas, oportunidades, retos, intenciones y miedos vencidos.

Escribí un libro y todo lo que pasó alrededor de ese proyecto –y sigue pasando– es pura cosa buena.

Como dicen por ahí: solo necesitamos 20 segundos de valentía. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC