A las siete de la mañana, la playa de Sandy Bay, en la isla caribeña de Roatán, en Honduras, amanece tranquila. La suave luz del sol se abre paso a través de los manglares y pinta rayos dorados en la arena. La mayoría de los turistas, la principal fuente de ingresos en el lugar, aún sigue durmiendo. Pero ya hay mucho movimiento en la sede de la Asociación para la Conservación de las Islas de la Bahía (BICA).
Egla Vidotto se pone protector de sol y una camisa de mangas largas. Luis Flores comprueba si el maletín con los instrumentos de medición está completo. Los dos ambientalistas tienen un apretado programa semanal que completar: los martes, toman muestras de agua en la costa; los miércoles, vigilan, cuidan y reparan el arrecife de coral; los jueves, reforestan los manglares. Vidotto es coordinadora del programa de conservación y vigilancia de BICA; Flores es biólogo, estudia en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) y hace sus prácticas en la organización ambientalista. Hoy, la atención de ambos se centra en la calidad del agua. Están tomando muestras en una docena de puntos alrededor de la isla que tiene una extensión de 83 km2. Es una tarea que empezaron hace unos diez años, cuando el banco de desarrollo alemán KFW les financió el costoso laboratorio móvil, el único de ese tipo que hay en la isla.
“Siempre vamos a los mismos lugares y medimos allí el valor del PH, la temperatura, el oxígeno disuelto, los enterococos, los coliformes y la concentración de algas”, explica el estudiante. BICA introduce la información recolectada en una base de datos a la que también tienen acceso las autoridades de las islas y organizaciones científicas interesadas. “A partir de esos datos, tenemos argumentos sólidos para poder influir en las decisiones políticas”, dice Vidotto.
La información que recopilan es vital para el cuidado y protección del Arrecife Mesoamericano que se extiende por unos mil kilómetros por cuatro países, desde México hasta las Islas de la Bahía de Honduras, incluyendo Roatán. Es el segundo más grande del planeta, luego de la Gran Barrera de Coral de Australia, y forma un ecosistema de una alta biodiversidad marina, además de ser una protección natural contra huracanes y oleajes fuertes.
El arrecife es el principal atractivo de Roatán, lugar que recibe al año a unos 1,9 millones de visitantes que contribuyen con casi mil millones de dólares a la economía hondureña. Sin embargo, esa bonanza turística también despierta la codicia de los inversionistas y aumenta la presión sobre el ecosistema.
La población de Roatán se cuadruplicó desde 2001. Deforestación y dragados por complejos turísticos y playas afectan los manglares y zonas con pastos marinos. Barcos mal anclados y accidentes con cruceros destruyen o contaminan el arrecife. “Es una lucha de muchos frentes”, dice Irma Brady, una de las fundadoras de la organización no gubernamental. “Los isleños reconocen que sin nuestro trabajo, la isla estaría en un estado mucho peor.”
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Primer paso: tratar las aguas negras
El trabajo se enfoca en tres ejes: ciencia, apoyo institucional a las autoridades y trabajo comunitario. Lo último, remarca Brady, es muy importante ya que la población tiene que ver los beneficios concretos de la conservación. “Solo cuando cada actor cumple su papel, la protección del medio ambiente puede tener éxito”, sentencia. BICA por ejemplo, asumió la responsabilidad de coadministrar con el gobierno —la municipalidad, la marina mercante— y con otras organizaciones ambientales el Bay Islands National Marine Park.
Un resultado concreto de su trabajo son las plantas de tratamiento de aguas residuales. Durante mucho tiempo, no había en la isla. Hoteles y casas estaban obligados a instalar sus propias fosas sépticas. Pero muchas comunidades vertían sus aguas residuales sin tratar en el mar. “Después de empezar las mediciones y explicar que las playas con esos niveles de contaminación deberían estar cerradas a los bañistas, las autoridades y empresarios empezaron a moverse”, cuenta Vidotto.
El gobierno local, los empresarios turísticos y la administración de la reserva natural se unieron para presentar en conjunto proyectos de dos plantas de tratamiento de aguas residuales al gobierno central y a los donantes internacionales. Así se pudo construir la planta de la capital Coxen Hole. Y en 2012 se inauguró otra en el bastión turístico West End. Los técnicos que la administran están bajo control de la Junta de Agua local.
En ambos municipios, un 90 % de los hogares y empresas están ya conectados a la red de alcantarillado. “Cuando West End abrió y empezó a tratar 730 metros cúbicos de agua al día, se comenzó a notar en nuestras mediciones”, dice Vidotto, mientras saca un pequeño frasco con agua, justo frente a la famosa playa turística.
Desde 2017, la playa pública en West End comenzó a cumplir constantemente con los estándares de natación segura de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de Estados Unidos; luego obtuvo bandera azul, un reconocimiento internacional. En 2020, en su informe sobre el estado del arrecife mesoamericano, la organización Healthy Reefs informó que las macroalgas disminuyeron del 27 % al 24 %, debido a la reducción de la contaminación por nutrientes y aguas residuales.
El artículo original fue publicado por Sandra Weiss en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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