Pocos comuneros habían quedado en Alto Oshirani la tarde que sus casas, hechas con hojas y palos, fueron arrasadas por una turba de invasores provistos de antorchas. Por rendijas y ventanas, apenas algunas mujeres y niños vieron cómo aquel naciente pueblo asháninka enclavado en la zona de amortiguamiento de la Reserva Nacional El Sira empezaba a convertirse en cenizas. Luego huyeron aterrados y sin rumbo. El día del ataque, 10 de abril de 2022, la mayoría de familias de Alto Oshirani estaba en sus chacras y el centro de salud del distrito de Iparía, en la región Ucayali, selva del Perú. La preocupación había llevado a los vecinos indígenas hasta la posta para saber del estado del jefe comunal, Nilson Vargas, atropellado la noche anterior por una moto que desapareció en medio de una cerrada oscuridad.
La embestida causó al apu una fractura en la pierna izquierda y una grave lesión en la cabeza. Por ello fue llevado de emergencia al hospital de Pucallpa. Diez días estuvo internado sin poder hablar. Ahora, ya restablecido, el hombre de 52 años y voz agitada dice que desde hace cinco meses está amenazado por los habitantes de Hatunrumi, un caserío no indígena colindante a Alto Oshirani. Nilson Vargas no está seguro de que los amedrentamientos hayan derivado en el accidente que sufrió, pero sí en el atentado de abril contra su pueblo. Ya se lo habían advertido. El 11 de diciembre la casa comunal de Alto Oshirani fue derribada y quemada. En el esfuerzo de los asháninkas por reincorporar las maderas caídas, cuenta el apu, varios moradores de Hatunrumi irrumpieron para increparles que estaban invadiendo su territorio. Y que si no se iban, habría un asalto todavía más feroz a la comunidad.
“Ahí comenzaron el pleito y las amenazas”, narra aún convaleciente Vargas.
Como sus días actuales, el surgimiento de Alto Oshirani también fue convulso. Los comuneros asháninkas de este pueblo vivían antes en un sector llamado 23 de setiembre, próximo a la comunidad kukama de Sharara. El vicepresidente de la Organización de Pueblos Asháninkas de Iparía (Orpadi), Hilder Pérez, explica a Mongabay Latam que Sharara obtuvo una ampliación de su territorio y así abarcó gran parte de 23 de setiembre. Entonces comenzó un conflicto que devino en el retiro de los comuneros asháninkas hacia la quebrada Oshirani. De ahí el nombre del pueblo asháninka fundado en 2019. Alto Oshirani es una de las 22 comunidades de Iparía afiliadas a la Orpadi. Todavía no tiene reconocimiento municipal. Los trámites que inició el jefe comunal para conseguirlo se estancaron con el violento brote de la pandemia en Perú.
Desde el lugar donde se recupera, Nilson Vargas cuenta que el Ministerio de Agricultura le confirmó que la zona donde se ubica Alto Oshirani estaba libre. Él ha solicitado 5040 hectáreas de ese territorio ancestral para su comunidad. Un espacio que, asegura, ni siquiera llega al lindero del caserío Hatunrumi. Sin embargo, las 65 familias asháninkas que viven allí soportan un hostigamiento diario de los habitantes del caserío. Así lo indica Hilder Pérez, y parafrasea las amenazas: “Tengan mucho cuidado, se están metiendo donde no deben. Así los acosaban”. El vicepresidente de Orpadi gestionó el otorgamiento de garantías para la vida de Nilson Vargas y otros comuneros amedrentados. Pero solo unos días después se produjo la quema de casas en Alto Oshirani. Diecinueve quedaron totalmente destruidas y sesenta asháninkas continúan sin techo hasta hoy, confirma Hilder Pérez.
“¿Cómo es posible que se le haya reconocido un territorio a esa gente? Y a quienes han nacido y crecido ahí no les den importancia”, reniega el dirigente de Orpadi.
En una carta enviada al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, la Defensoría del Pueblo informó del grave riesgo que afronta Alto Oshirani y el jefe comunal. Para él y su familia, la defensoría pidió la activación del Mecanismo Intersectorial de protección a personas defensoras de derechos humanos. Hasta ahora no ha habido respuesta. Por el contrario, la abogada de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (Cnddhh) Mar Pérez informó a Mongabay Latam que Alto Oshirani continúa desprotegida y que el jueves 28 de abril hubo un nuevo intento de ataque a la comunidad. Fredy Vásquez, coordinador de Ecosira, organización indígena que administra la Reserva Comunal El Sira, detalla que el atentado no llegó a concretarse porque la Orpadi movilizó oportunamente a un grupo de comuneros para dar resguardo a Alto Oshirani.
“Parece que querían provocar otro incendio porque ya se habían levantado algunas casitas. De medio camino se regresaron”, relata Fredy Vásquez.
El caso de Alto Oshirani es apenas una señal del altísimo grado de vulnerabilidad en que se encuentran las comunidades nativas, sus dirigencias y habitantes. La violencia sobre los pueblos originarios ha recrudecido en estos primeros cuatro meses de 2022, y ya no distingue entre líderes, habitantes comunes o la población en conjunto. La ambición por el suelo indígena es imparable. Líderes indígenas y expertos consultados para este reportaje confirman que están al acecho mafias de narcotraficantes, mineros ilegales y usurpadores de tierras, pero también la delincuencia común que engendra el crimen organizado.
En octubre de 2020, el Ministerio de Justicia creó el Registro de situaciones de riesgo para personas defensoras de Derechos Humanos, que incluye principalmente a defensores indígenas del territorio. El instrumento contiene un mapeo completo de amenazas y atentados. A la fecha hay 171 casos reportados, conforme a información oficial enviada para este reportaje, de los cuales las amenazas a la seguridad personal y familiar, las agresiones (físicas, sexuales o psicológicas) y los casos de destrucción de la propiedad o medios de vida son los más frecuentes.
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Caras de la violencia
De acuerdo con un registro elaborado por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 14 defensores del territorio y el medio ambiente han sido asesinados desde que empezó la pandemia. De estos, 10 eran comuneros indígenas. La lista no incluye a Jesús Antahua Quispe, Nusat Benavides de la Cruz y Gemerson Pizango Narvaez, pobladores ashéninkas asesinados el pasado 22 de marzo en Puerto Inca (Huánuco). Tampoco a Ulises Rumiche, gerente de Pueblos Originarios Amazónicos de la Municipalidad Distrital de Pangoa (Junín), asesinado el 19 de abril. Según explicó Mar Pérez, la Cnddhh registra casos que constituyen una represalia por la labor de la persona defensora y no los que atribuyen a la delincuencia común. En cuanto a lo ocurrido con los tres comuneros de Puerto Inca y Ulises Rumiche, precisa la abogada, se tiene que investigar más exhaustivamente para determinar la razón de aquellos crímenes.
La hipótesis que hasta el momento maneja la Federación de Comunidades Nativas de Puerto Inca (Feconapia) es que los tres comuneros ashéninkas murieron a manos de los secuestradores de una comerciante del centro poblado Puerto Zúngaro. El apu Fernando Carpio, presidente de la Feconapia, dice que lo que han podido establecer es que los comuneros se encontraron con la banda, reconocieron a la comerciante y por ello fueron ejecutados. Jesús Antahua y su esposa, Nusat Benavides, junto con Gemerson Pizango, ayudante de la pareja, entraban a sus cultivos de papaya, en la comunidad nativa Santa Teresa, cuando los mataron a balazos. No estaban amenazados por alguna mafia. Lo concreto a la fecha, remarca Carpio, es que las comunidades de Puerto Inca están afectadas por el narcotráfico, la minería ilegal y el tráfico de tierras. Y este peligro entraña otro riesgo creciente.
“Personas de todo sitio vienen a ‘trabajar’ en eso y se dedican a delinquir. Primero era en la ciudad, pero ahora también es contra los comuneros. Hay asaltos, robos, secuestros (…) Tenemos miedo de salir y andar”, indica Fernando Carpio.
Mar Pérez sostiene que el triple homicidio en Puerto Inca es una situación de violencia muy diferente a la de Alto Oshirani, pues aquí el perjuicio es a un pueblo enmarcado en la defensa colectiva de su territorio. “Ellos son defensores de derechos humanos y han sufrido la destrucción de sus medios de vida”, apunta. La comunidad de Alto Oshirani ha denunciado a los que resulten responsables por la invasión de sus tierras y quema de sus casas. Los pobladores indígenas afectados acusan que el grupo de agresores que vive en el caserío Hatunrumi está conformado por personas procedentes del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem) y encabezado por la ex subprefecta de Iparía Aydé Pampañaupa. Ella rechaza los cargos y, en contraposición, afirma que siempre se ha identificado con el trabajo de las comunidades nativas.
Si bien aún no ocurre en Alto Oshirani, el narcotráfico ya ha entrado a la mayoría de comunidades asháninkas de Iparía. Lo dice con temor Hider Pérez. Otro dirigente de la Orpadi cuenta que ha sido amenazado en su propia comunidad, Alto Shatanya, por el trabajo dirigencial que realiza. “Nos sindican siempre de que estamos informando a la policía”, relata. El flanco débil de los pueblos originarios en esta parte de la Amazonía peruana es la falta de titulación en muchos casos. De hecho, algunas comunidades nativas de Iparía ni siquiera están reconocidas. “Y ellos aprovechan para decir que estas tierras no pertenecen a nadie”, alega Pérez. Luego hace una breve revisión en su memoria y señala que, además de Alto Shatanya, las comunidades de Nueva Fortaleza, Flor de un día, Parantari, Esperanza y Santa Rosa son las que más padecen la opresión del narcotráfico en Iparía.
En suma, para la abogada de la Cnddhh, hay toda una dinámica de violencia alrededor de los pueblos indígenas a partir de la mayor presencia de actores foráneos y las economías ilegales que desarrollan. Una situación que se agravó ante el repliegue del Estado durante los meses más crudos de la pandemia de Covid-19. Pero el telón de fondo —opina la representante de la coordinadora— es siempre la disputa por los territorios. “Eso es lo que está detrás de todas las formas de violencia en las comunidades”, sentencia.
Selva central en emergencia
Al gerente de Pueblos Originarios de la Municipalidad de Pangoa, Ulises Rumiche, lo mataron de un balazo en la cabeza cuando recorría la carretera que une Pangoa con su comunidad, San Antonio de Sonomoro. De noche, retornaba a su casa luego de preparar la Mesa Técnica de Desarrollo Territorial y Descentralizado del Vraem, donde al día siguiente (20 de abril) iba a participar una delegación del Gobierno. En medio de la profunda incertidumbre que invadió ese sector de la selva central, la Unión Asháninka Nomatsigenga del Valle de Pangoa – Kanuja, la Central Asháninka del Río Tambo (CART), la Central Asháninka del Río Ene (CARE) y otras dos organizaciones indígenas advirtieron en un pronunciamiento escrito que comuneros y dirigentes son víctimas de la inseguridad en sus territorios y que están siendo asesinados sin posibilidad de hacer nada por la desatención del Estado.
La policía no ha determinado el móvil del crimen. Pero hay varias hipótesis que se tejen en torno al trágico desenlace de Rumiche. El presidente de la CART, Fabián Antunez, dice a Mongabay Latam que una estaría asociada con un tema político y otra con una venganza perpetrada por personas extrañas a la comunidad de San Antonio de Sonomoro. “La carretera pasa por su parcela y él no permitía el ingreso de nadie que no conociera”, detalla. Como dirigente de la organización Kanuja, Ulises Rumiche era un tenaz defensor del territorio indígena frente a la presencia creciente de narcotraficantes y madereros ilegales. Desde hace dos meses, precisa Antúnez, la incursión de las redes de la droga se ha incrementado notoriamente en las comunidades nativas de los distritos de Río Tambo y Pangoa.
Algunas de las imágenes más crudas de esta arremetida del narcotráfico han llegado a vista de Fabián Antúnez por el río Tambo. Quince días atrás, de paso por las islas de Impamaquiari y Santa Rosita de Shirintiari, el presidente de la CART vio el cadáver de un hombre atado de pies y manos, los ojos vendados y un orificio de bala en la nuca. De acuerdo con Antúnez, el cuerpo llevaba amarrado un papel, cubierto por una mica, con el escrito: “Los soplones mueren”. En la semana siguiente, relata, la corriente del Tambo también arrastró otros muertos con señales de ahorcamiento y disparos. El dirigente asháninka sostiene que las comunidades nativas de esta parte de la Amazonía han quedado al centro de un fuego cruzado entre redes de narcotraficantes. Se roban y se matan entre ellos, afirma, en la pugna por ganar el territorio.
Por el aspecto de los hombres asesinados, Fabián Antúnez descarta que sean comuneros indígenas. “Todo esto tiene un mensaje. Si mataron aquí al señor Rumiche, no sería extraño que nosotros podamos seguir ese mismo camino”, advierte. En busca de un paliativo a la crisis, la CART ha emitido una declaratoria de emergencia: desde el 12 de mayo ningún vehículo podrá transitar entre las 6 p.m. y las 5 a.m. por las 48 comunidades afiliadas a la organización indígena ni por el río Tambo. Los comités de autodefensa vigilarán y detendrán la marcha de los botes que infrinjan la disposición. La CART considerará como sospechosos de realizar transporte de droga a los vehículos que transiten fuera de las horas establecidas.
“Los ríos Ene, Perené y Tambo son el corredor que usa el narcotráfico para llegar fácilmente a Atalaya (Ucayali), luego a Urubamba (Cusco) y Puerto Maldonado (Madre de Dios)”, describe con preocupación el presidente de la Central Asháninka del Río Tambo.
También con evidente angustia, el coordinador de la Asociación Regional de Pueblos Indígenas de la Selva Central (ARPI), Cline Chauca, señala que los sembríos de coca y el narcotráfico se despuntaron en la mayoría de comunidades a su cargo durante los meses de inmovilización obligatoria por la pandemia. Por defender los territorios, prosigue el coordinador, comuneros y jefes han sido víctimas de secuestros y atentados. El más reciente fue contra el ex subprefecto de Puerto Bermúdez (Pasco), Cornelio Sharisho, de la etnia asháninka. Según información de la ARPI, el 1 de abril Sharisho fue contactado por familiares de Luis Tapia, un dirigente indígena del caserío Alto Lorencillo II que lleva siete meses secuestrado. Ellos le avisaron que un hombre los había visitado para decirles que Tapia estaba vivo y que el ex subprefecto debía ir a Alto Lorencillo II “para solucionar el problema”, conforme lo puntualiza la ARPI.
Como autoridad, Sharisho había seguido el caso de desaparición de Luis Tapia desde que ocurrió. El presidente de la Asociación de Nacionalidades Asháninkas del valle Pichis (ANAP), Abner Campos, indica a Mongabay Latam que Tapia tuvo el cargo de teniente gobernador en Alto Lorencillo II, un caserío donde viven pobladores indígenas y no indígenas situado en una zona con fuerte presencia del narcotráfico. “Era un líder recto y luchaba por el territorio”, apunta el titular de la ANAP. El mismo día que los parientes de Tapia lo contactaron, el ex subprefecto viajó desde Puerto Bermúdez al caserío y allí —relata Campos— fue golpeado brutalmente por dos sujetos. Sharisho se disponía a pasar la noche cuando lo atacaron. Las últimas noticias que la ARPI y ANAP han tenido de él son que resultó con el rostro muy dañado y que, por la gravedad de las lesiones, iba a ser sometido a una operación.
Los jefes de ambas asociaciones indígenas coinciden en que el crimen organizado cada vez gana más espacio dentro de las comunidades por la desatención y lentitud del Estado para resguardarlas. Mar Pérez, de la Cnddhh, subraya que esta situación de inseguridad no ha mermado ni con el Mecanismo Intersectorial para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos, una herramienta del Ministerio de Justicia que este mes cumple un año de vigencia. A diferencia del instrumento predecesor (Protocolo de protección), el mecanismo involucra el trabajo de siete ministerios y la Comisión Nacional para el Desarrollo y Vida sin Drogas (Devida). Sin embargo, para el especialista legal de la organización civil Derecho, Ambiente y Recursos Naturales (DAR), Carlos Quispe, no hay todavía un caso emblemático que permita reconocer que la aplicación del mecanismo es efectiva.
Más aún, hasta ahora no se han hallado culpables de ninguno de los asesinatos contra defensores perpetrados durante la pandemia. “Una situación de impunidad que es aprovechada por quienes se dedican a actividades ilícitas”, remarca Quispe.
Problemas del mecanismo
En contraste con la lista de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, el Ministerio de Justicia establece que son 11 asesinatos a defensores cometidos desde el brote del Covid-19 en Perú. Además, que hay tres casos sobre los que todavía se indaga si ocurrieron en un contexto de defensa de derechos. En un registro procesado hasta el 26 de abril de 2022, el Ministerio de Justicia puntualiza que ha recibido 31 solicitudes de activación del mecanismo, de las cuales 23 fueron admitidas, cinco quedaron descartadas y tres están en estudio. El director general de la oficina de Derechos Humanos del sector, Edgardo Rodríguez, dijo a Mongabay Latam que la mayoría de pedidos de activación proceden de defensores ambientales e indígenas. A su despacho también han llegado 19 alertas de riesgo.
El objetivo del mecanismo es eliminar el peligro sobre un defensor con la intervención de todos los sectores comprometidos. Luego de una alerta, hay un plazo de 15 días en que se analiza si efectivamente existe una situación de riesgo y es precisa la activación de la herramienta para que el afectado tenga protección o, de ser necesario, un traslado. Edgardo Rodríguez, no obstante, explica que si el caso es grave, su oficina advierte en seguida a la policía y trata de monitorear que la situación sea atendida. “Pero muchas veces no tenemos el soporte en el seguimiento, alguien en la zona que nos diga que llegó o no la policía”, dice el funcionario.
El especialista legal de DAR sostiene que el Ministerio de Justicia no tiene el personal ni la capacidad económica para responder ante situaciones que demandan esfuerzos inmediatos para el monitoreo o seguimiento de casos. Y eso, añade, se traduce en el incumplimiento de los plazos. La Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia informó para este reportaje que cuatro personas conforman el equipo de coordinación del mecanismo, y que el presupuesto anual asignado para sus remuneraciones está alrededor de S/200 mil. Debido a la pandemia, los fondos que la oficina tenía para viajes u otras gestiones fueron suspendidos. Hoy se recurre para estos fines a la cooperación internacional, organizaciones no gubernamentales y ministerios vinculados con la ejecución del mecanismo. “Si el Estado se compromete a brindar protección, debe asignar recursos para trabajos como este”, apunta Mar Pérez.
Otro problema que Carlos Quispe, de DAR, menciona es que el mecanismo solo está enfocado en defensores, y las estrategias de intervención del Ministerio de Justicia se reducen al otorgamiento de garantías personales al afectado o su desplazamiento de la comunidad. “No se atiende el problema de fondo. Un líder indígena es el que recibe la amenaza, pero el riesgo puede recaer en cualquier comunero de su ámbito o el pueblo entero”, considera el especialista. Resalta además que hasta ahora no hay un protocolo de actuación para la policía en el marco del mecanismo.
El director Edgardo Rodríguez declara a Mongabay Latam que una de las prioridades de su oficina es consolidar una estrategia preventiva que involucre la participación de aliados en las comunidades, es decir, una red de actores locales que puedan informar qué está ocurriendo dentro de sus ámbitos. “Y no solo a nosotros, también a la fiscalía, policía, y al gobierno regional correspondiente”, anota. La Dirección de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia señala que esta red estaría conformada por lo menos por 10 aliados de las comunidades a nivel de Amazonía y la zona andina. Pero para lograr este proyecto, reconoce el director, aún falta conseguir los fondos. Su despacho está en ese esfuerzo.
“El Estado no está en la zona, no conoce a los actores, estamos replegados. La estrategia preventiva va a tener que ser con las comunidades”, indica Rodríguez.
Por lo pronto, hay 171 defensores que figuran como personas en peligro, junto con sus familias, en el Registro sobre situaciones de riesgo de defensores de derechos humanos. Con reportes obtenidos hasta el 4 de marzo de 2022, el Ministerio de Justicia ha elaborado un cuadro estadístico que detalla el tipo de ataque o amenaza contra los defensores incluidos en el registro. Las cifras de los ataques o atentados suman más de 171 debido a que algunos de los casos incluyen más de un evento de violencia. Así, se contabilizan 148 amenazas a la seguridad personal y familiar; 52 agresiones (físicas, sexuales o psicológicas); 26 casos de destrucción de la propiedad o medios de vida; nueve intentos de homicidio; ocho difamaciones o ataques contra el honor; siete casos de acoso y hostilización; y cuatro estigmatizaciones o mensajes de odio.
En medio de las tareas pendientes de una herramienta que no termina de consolidarse, la ola de violencia continúa irrumpiendo en más comunidades.
Imagen principal: Los casos de 171 defensores han sido incluidos en el Registro sobre situaciones de riesgo del Ministerio de Justicia. La mayoría de pedidos de protección son de comuneros indígenas. Foto: Enrique Vera.
El artículo original fue publicado por Enrique Vera en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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