Hay bandera blanca en el norte del Perú, y bolsas rojas se distinguen sujetas a un palo en las calles cusqueñas. No solo anuncian que hay chicha. Celebran también que dos de las manifestaciones culturales y gastronómicas más importantes y añejas de nuestro pueblo serán por fin reconocidas oficialmente.
Rescatadas del olvido y siguiendo el precedente arequipeño de abril del 2014, las picanterías y chicherías de Cusco, Piura y Lambayeque, y las picanterías de Tumbes y La Libertad, adoptan su justo valor al ser declaradas Patrimonio Cultural de la Nación por el Ministerio de Cultura.
“Esta es la medida más importante y trascendente que se ha dado en el país para la preservación de la memoria histórica y el reconocimiento de las cocinas y la mujer en su rol protagónico”, considera la socióloga Isabel Álvarez Novoa, que dirigió el equipo de investigación integrado por los antropólogos Ronald Arquiñigo Vidal y George Yuri Cayllahua Muñoz, y el historiador Enrique Ramírez Angulo.
ATENCIÓN PUNTUAL
A la dirección de Patrimonio Inmaterial del Ministerio de Cultura (que dirige Soledad Mujica) llegó en setiembre del 2014 la solicitud presentada por la Universidad de San Martín de Porres. Un grueso expediente sustentaba el pedido para declarar Patrimonio de la Nación a las picanterías del Perú.
Basado en la investigación que durante dos años realizó el equipo de Isabel Álvarez (solo con recursos privados, cuando deberían ser los gobiernos regionales los primeros interesados en revalorar sus recursos), el planteamiento tuvo un giro y apuntó a destacar no lo general, sino cada práctica diferenciada por ciudad. La razón es simple: no son iguales.
Picanterías de Tumbes –como Cabeza de Lagarto o La Benavides–, aunque influenciadas por el fenómeno migratorio desde Piura, están muy vinculadas al ecosistema de los manglares, y por ello a la continuidad de oficios como el del conchero y cangrejero, según refiere el estudio. Las de su vecina Piura, en cambio, tienen como especialidad los “piqueos, picados o picaus”, platillos que en el imaginario colectivo anima la práctica del compartir. Lo hacen así en la célebre La Chayo, como también en picanterías como La Tomasita y La Santitos, donde técnicas como el pasado por agua perviven tanto como la divulgación del tondero o la cumanana.
“Me parece que la información más rica que se ha obtenido, por su realidad compleja, es de Piura”, considera Álvarez, quien destaca también la presencia en el tiempo de las chicherías. El estudio indica que la bebida emblema de Piura se prepara de maíz rojo o colorado, y alazán proveniente de Colán, Chulucanas y Chiclayo; maíz serrano de color oscuro; y el amarillo híbrido de grano duro.
EN BUSCA DE PROTECCIÓN
En La Libertad, las chicherías han desaparecido, y picanterías como El Tumbo quedan pocas, advierte el estudio. La diferencia es enorme si comparamos con la realidad de Lambayeque.
En la ciudad donde reinó el Señor de Sipán, picanterías célebres como La Boni han marcado un sello de identidad en cada chiclayano.
En su libro “El reino del loche”, Mariano Valderrama cuenta que Bonifacia Carranza de Quiroz afianzó la tradición por más de 70 años, con su chicha casera de alazán remojado en porrones de barro llamados “coladeros” y sus famosos arroz con pato y cazuela de gallina, preparados con animales criados en casa y servidos por años entre paredes de quincha y techo de ramada.
El científico social destaca también la tradición chichera de Reque y Monsefú, donde “hay más de 60” chicherías, según apuntó en su libro del 2013, aunque siempre estuvieron bajo peligro de desaparecer.
OMBLIGO PICANTERO
El cocinero José Luján Vargas ha estudiado a fondo la escena cusqueña, destacando la presencia de picanterías como La Chomba, La Lunareja y La Cusqueñita. De hecho, en “Cusco cocina milenaria” (2014) él recuerda que fueron los tambos donde los chasquis tomaban chicha, “la bebida oficial de los incas que se consumía después de cada comida o para saciar la sed”.
Miguel Ángel Hernández, investigador de la Dirección de Patrimonio Inmaterial, refuerza la importancia de estos tambos, construidos desde épocas prehispánicas como redes de intercambio cultural.
Cultura y sabor regional convergen en picanterías como La Cusqueñita.
“Los tambos pudieron ser el origen de estos conocimientos relacionados a la comida para un viajero [...] Serían esos los lugares primigenios de las llamadas chicherías. Después, con el proceso de formalización y cuando las ciudades crecen, ya no solo vendían bebidas sino comida, pues se reguló”, explica Hernández, refiriéndose a la ordenanza dada por el virrey Toledo en 1575, cuando en Arequipa mandó que toda chichería debía contar también con un horno, para no consumir la bebida en ayunas. La medida alcanzó a todo el virreinato.
Pero no solo comida y bebida se disfruta en estos espacios. De hecho, la declaratoria del Ministerio de Cultura rescata su valía no solo por sus saberes culinarios, sino por estar asociados a otras manifestaciones, como seguir un protocolo social, la música, las décimas, la poesía y hasta la fotografía. “Desde las picanterías se promovieron nuevas manifestaciones culturales. En el caso del Cusco está la corriente indigenista del siglo XX”, acota Hernández, sumando aspectos positivos para la revaloración de estos espacios, a los que hoy debemos atender.
¿Qué aporta esta declaratoria?
- Promoverá la recuperación y preservación de insumos como los maíces oriundos y otras variedades típicas de cada región, así como las prácticas de artesanos cuyas manifestaciones se asocian a estos espacios.
- Permitirá crear rutas culinarias enraizadas en el pasado, para una mejor comprensión del presente.
- Empoderará a picanteros y chicheros, y a futuras generaciones que continuarán con orgullo la tradición.
- “El Perú se convierte en un referente para América Latina, porque habrá una actitud de resarcimiento y de continuidad con el pasado”, considera Isabel Álvarez.