Odebrecht y el Imperio Bandeirante, por Carmen McEvoy
Odebrecht y el Imperio Bandeirante, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

El inicio de este nuevo año estuvo marcado por una serie de sucesos preocupantes: el descubrimiento del cadáver de una niña estrangulada y violada dentro de una maleta abandonada en la vía pública, una sucesión de incendios entre ellos el de un bellísimo monumento histórico en el Centro de Lima, además de la intervención a la casa de un ex presidiario quien presuntamente acumuló una fortuna fabulosa esquilmando al Estado Peruano. Por si ello no fuera suficiente, resulta que el doctor del “negociazo” regresó muy suelto de huesos al hospital Loayza y Víctor Albrecht, quien preside la Comisión Lava Jato en el Congreso de la República, contrató –en sus años mozos– con El Chaval y El Chavalillo. Dos compañías recolectoras de basura, a todas luces, fantasmas. Un intríngulis al estilo Chim Pum Callao investigado por la Fiscalía Especializada en Delitos de Corrupción de Funcionarios del primer puerto. 

Difícil mantener el optimismo con un panorama donde un exportador de oro que provendría de la minería ilegal vive cual pachá en un fortín artillado con armas de guerra. Donde una niña de 8 años –cuyo único deseo era tener una muñeca para Navidad– es tratada peor que un animal. Y en el cual quien preside en el Congreso de la República la investigación en torno a la megaestafa cometida contra el Estado Peruano tiene en su historial una imputación por colusión y peculado contra ese mismo Estado que, irónicamente, representa. Somos testigos de un brote de “surrealismo radical” –si cabe el término– cuando faltan aún trescientos cincuenta y tantos días para terminar el año. ¿Qué nos espera?

El eminente jurista Avelino Guillén, quien nos ayudó a encarcelar al fundador del partido donde milita el presidente de la Comisión Lava Jato, declaró hace algunos días que Odebrecht no es cualquier empresa. Y que cuando llegó al Perú la maquinaria de corrupción brasileña ingresó a territorio comanche. Con todo el respeto que merecen los comanches y los millones de peruanos honestos que no fueron corrompidos por Odebrecht, creo entender que a lo que se refiere Guillén es a la ausencia de instituciones capaces de proteger a la república contra las tramas delictivas que se arraigan, un día sí y el otro también, en su suelo. 

Somos una suerte de Far West sudamericano donde pululan los Morenos, ‘Ferraris’, Orellanas, Montesinos o los no habidos Aritomis. Ellos, al igual que los ladrones de cuello y corbata, los asaltantes al paso, las combis de la muerte y los violadores y asesinos de niños, operan con patente de corso y en absoluta impunidad.

En un artículo que publiqué cuando muchos aún dudaban de la inmensa trama de corrupción organizada por Odebrecht en el Perú –con la venia de los mandatarios brasileños y la complicidad de políticos, empresarios, abogados, gobernadores, alcaldes y publicistas nacionales– sugerí un concepto para entenderla. La noción de “populismo bandeirante” –que integra prácticas y tiempos dispares de la historia brasileña– guarda relación con la idea de la frontera desprotegida aludida por Guillén. En breve, el otrora imperio portugués perfeccionó a lo largo de varios años un sistema político-económico que exportaba corrupción mientras iniciaba la conquista de espacios transnacionales, capaces de erigirla en referente ideológico regional y hasta mundial. Tal como los bandeirantes lusitanos tomaban por asalto las fronteras de la Corona Española, las vanguardias corruptas de Brasil hicieron lo mismo en el Perú, en Colombia, en Venezuela e incluso en la distante Angola. Penetrando y contaminando con sus prácticas no santas un cuerpo político débil y vulnerable. 

El populismo, enraizado en la tradición política latinoamericana, colaboró en la administración de la prebenda brasileña expresada en un Cristo, réplica plastificada y mal hecha del original en Corcovado, o en la oficina de coimas, por donde desfilaban los números de cuentas ‘offshore’ de todos los personajes que hoy andan desvelados y al borde del ataque de nervios.

Inaugurada la “transición democrática”, nos convertimos en un país satélite, una suerte de colonia económica con un virrey brasileño apellidado Barata, quien departía con la crema y nata de la sociedad peruana. La república que peleó a sangre y fuego por su libertad en Ayacucho se volvió una caricatura. Totalmente lo opuesto a ese proyecto de nación libre y autónoma por la que muchos peruanos honrados ofrendaron, hace casi 200 años, su vida. Por ello da rabia y mucha tristeza enterarse, con ayuda de un fiscal brasileño y otros estadounidenses, de una estafa inconmensurable. Entre los responsables, muchos de los que prometieron luchar contra la gran trama de corrupción, administrada por un ex presidente y su asesor, hoy afortunadamente presos.

Ser optimista es una obligación moral, señaló alguna vez Albert Camus, cuyo aniversario de su trágica muerte conmemoramos la semana pasada. Y yo concuerdo absolutamente con el hombre que nunca dejó de creer en la humanidad a pesar de reconocer sus zonas oscuras e incluso aterradoras. 

Camus rescató de lo absurdo tres consecuencias: el espíritu de revuelta, la libertad y la pasión. Esta trilogía daba cuenta de una toma de conciencia capaz de transformar en regla de vida lo que era una invitación a la muerte y la desesperación. En este año de pruebas múltiples, deseo que rescatemos las tres reglas de oro del autor de “La peste”. Aprendamos a querernos, a respetarnos y a cuidar el bien común, que es el patrimonio de una república forjada en la lucha permanente de sus ciudadanos. Así convertiremos la tierra de muertos, por la ambición y el desprecio por el otro, en un espacio de vida y esperanza para todos los peruanos de buena voluntad.