Lee la columna de Lorena Salmón. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Lee la columna de Lorena Salmón. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Hace algunos años atrás, trabajando para una revista local, tuve la poca suerte de que la editora a cargo de la revista me juzgara anticipadamente y desarrollara una suerte de aversión contra mí.

Yo salía corriendo de otra revista, por motivos personales, prácticamente a refugiarme en esta otra redacción. Confieso que nunca fui muy talentosa para olfatear noticias, proponer temas; en mis primeros años de trabajo como redactora tuve la mente, la atención y el corazón puestos en cualquier otra cosa menos en la coyuntura, o inclusive en redactar bien.

No creo que mi jefa haya sido mala persona y estoy segura que de haber sido en otro momento de mi vida, no en uno de gran vulnerabilidad, quizá no me habría afectado, pero sus comentarios fuera de lugar, reiterativas veces, me decían que algo ahí no andaba bien.

Precisamente fue en la época en la que salí embarazada de mi primer hijo. Había aumentado 20 kilos, estaba grande, y ese día me había puesto un bividí a rayas blanco con verde y una falda verde limón. Mi jefa me saludó con el simpático comentario: “Pareces un huevo podrido”.

Quizá fue una broma pero créanme que a una mujer con las hormonas absolutamente revueltas no se le puede tratar con tan poco tino.
Antes ya había hecho un comentario aún peor. Además, en voz alta y delante de la redacción en cierre. Yo llegaba en buzo de mis clases de yoga y ella me preguntaba: “¿Y tú de la cama de quién te vienes?”.
Durante un tiempo le tuve rencor.

Era increíble que cada vez que le contaba a un amigo en común las cosas que me decía, no me creía, porque ella era de lo más buena gente del mundo. Un cague de risa. Una excelente amiga.

De ahí que haya empezado esta columna diciendo que pienso que me juzgó y desarrolló una aversión pequeña hacia mi persona independientemente de mi capacidad para ser o no una periodista regular.

Sus comentarios me hacían daño. Sin duda me dolían, pero más que eso: siendo absolutamente insegura de mí misma, dañaban aún más mi autoestima.

Creo que nunca tuve la valentía de decirle cómo me hacía sentir.
Creo también que algún en momento tuvo buenos gestos y quiso realmente enseñarme a redactar mejor.

Pero también pienso que una jefa que se toma atribuciones como hablarle a una persona con la confianza del mundo sin tenérsela, necesita saber qué está haciendo mal.

Y que una misma debe delinear bien sus límites y sus fronteras y saber qué le permite al otro hacer y decir.

Ante todo, respeto.

Precisamente, el otro día me escribían en Instagram preguntándome qué hacer ante una jefa tóxica.

No saben la cantidad de veces que me preguntan lo mismo.

Respondo lo siguiente: creo que lo más importante ante cualquier situación incómoda es hablar, como en cualquier relación o vínculo.

Una jefa tóxica necesita saber que está haciendo mal su trabajo.

¿Le importará?
¿Cambiará?
Eso ya no está en tu cancha.

Pero el solo hecho de poder transmitir lo que sentimos es un paso adelante.

Si después de hablar sigue maltratándote verbalmente y haciéndote creer que no eres lo suficientemente bueno o capaz, puedes acudir al área de recursos humanos del centro de trabajo y exponer tu situación.

Nadie quiere pasar gran parte de su día en un ambiente donde no se siente a gusto ni cómodo, o donde la autoridad, como tan comúnmente ocurre, abusa de su poder.

Un buen líder potencia a los demás, los ayuda a crecer, arma un equipo. //

Contenido Sugerido

Contenido GEC